La historia del arquitecto que acabó siendo hippie-kogui
Samila Cifuentes acicala para la foto a su padre, Silfo
José Luis Cifuentes nació en una familia acomodada de Cali y tenía que haber sido arquitecto. Pero él en realidad lo que quería era ser hippie.
Corrían los años 70 del siglo pasado, el flower-power estaba en plena ebullición y miles de jóvenes de todo el mundo buscaban respuestas al consumismo capitalistay a los planteamientos del existencialismo por vías alternativas. Silfo, como lo llamaban sus amigos, dejó la cómoda vida familiar y la Facultad de Arquitectura y se dedicó a viajar por Sudamérica durante varios años en busca de tribus indígenas de las que pudiera obtener respuestas.
Convivió con muchas pero en ninguna encontró lo que buscaba. Estaba a punto de salir para el Sudeste Asiático en este peregrinaje de psicotrópicos, amor libre, meditación y rechazo al consumismo cuando alguien le hablo del pueblo kogui, que vivía en lo alto de las laderas de la Sierra Nevada de Santa Marta, al norte de su Colombia natal.
- “¿Por qué no visitarlos antes de irme definitivamente?”, pensó. Y se subió él solo por la cuenca del río San Miguel en busca de los koguis. Los encontró a los tres días de ascensión y nunca olvidará lo que le dijeron, porque aquella frase cambió su vida:
- “¿Cuándo te vas?”
-“¿Cómo que cuándo me voy?”, respondió. “Si he venido a estar aquí con vosotros, a conoceros”?
- “Nosotros grandes, tú pequeño. No gustar tú aquí, ¿Cuándo te vas?”
En ese momento supo que había encontrado lo que buscaba: una comunidad indígena fuerte y orgullosa, que no aceptaba el rol “indio pobre, blanco rico”, sino que despreciaba todo lo que viniera de la civilización. Ya no tenía que irse a Asia en busca de respuestas; había encontrado su sitio a solo unos cientos de kilómetros de su Cali natal. Pero no le iba a ser fácil.
Vivienda tradicional kogui en la reserva Taironaka
Los indios le acompañaron río abajo para asegurarse de que se iba. El bajó, pero en cuanto lo dejaron solo volvió a subir. Lo volvieron a bajar y él volvió a subir. Pasó un año entero así, intentando que la comunidad kogui le aceptara. Por más que les abría su corazón y les expresaba sus buenas intenciones, los kogui le hacían el vacío, no le hablaban, no le enseñaban a sobrevivir en la inhóspita selva montañosa. Para entonces ya se le habían unido otros tres hippies, dos hombres y una mujer.
Pasado un año, el mamo (sacerdote) mayor le dijo al cacique que dejara de molestar a los blancos y les ayudara, porque también eran sus hijos. Fue el punto de inflexión: a partir de ese momento empezaron los cuatro su vida como koguis. Se hicieron unos indígenas más, y en vez de aculturizarlos, fueron ellos los que se disolvieron en la cultura de ese pueblo de las montañas: vistieron como ellos, cultivaron como ellos, hicieron sus casas como ellos, aprendieron su lengua, mascaron jayu (hoja de coca tostada) con el poporo como ellos.
Poco a poco se les fueron uniendo hippies de medio mundo que llegaban en busca de un sueño ecologista y de rechazo al capitalismo. Llegaron a formar una amplia comunidad que la prensa colombiana y los intelectuales bautizaron como los hippie-koguis.
Hotel Playa la Roca, en Palomino (Colombia)
Silfo me cuenta todo esto sentado una noche ventosa en una especie de maloka de palo y palma que él mismo ayudó a construir en el hotel Playa la Roca, que regentan su hija mayor, Samila, y su yerno Mario. Silfo lleva larga barba blanca, el mismo color de la túnica y los pantalones que siempre usa. Lleva también en bandolera la eterna mochila kogui, de la que ningún indígena se separa. Es delgado en extremo, tan enjuto como puede ser alguien que pasó 40 años viviendo una vida sencilla y austera alejada de los placeres del capitalismo en lo alto de una selva húmeda, a 1.500 metros de altitud.
Porque Silfo estuvo cuatro décadas allá, en la sierra, se casó con otra joven hippie de familia acomodada de Bogotá que subió huyendo también del capitalismo, crió cuatro hijos y allí arriba seguiría si el conflicto armado que vivió Colombia no le hubiera obligado a él y a otros hippie-koguis a bajar en el 2003 a “la urbana” ante la inseguridad de los continuos choques entre la guerrilla, los paramilitares y el ejército.
Me deleito dejándole hablar y escuchándole.Silfo destila humanidad y paz. La de alguien que ha vivido bajo unos principios férreos y en pleno contacto con la naturaleza. Su sabiduría emana del hecho de haber experimentado dos culturas tan diferentes. Eso lo hace un testigo privilegiado de dos mundos que chocaron hace mucho tiempo: el capitalismo urbano y el indigenismo rural.
Terraza de una de las cabañas del hotel Playa la Roca
Pero no solo es él. Su hija Samila tuvo la suerte de criarse también entre esos dos mundos. Creció como una kogui en medio de la selva –una especie de Mowgli feliz- y no supo lo que eran unos zapatos hasta los 15 años. Pero luego estudió en la Universidad, viajó por Europa, aprendió idiomas. Mario es antropólogo, pasó 4 años como hippie-kogui en la sierra y tras mil peripecias de búsquedas y fracasos, de errores y aciertos, encontró la paz que buscaba, el polo a tierra firme, en Sami y su familia.
El hotel Playa la Roca lo levantaron entre toda la familia como forma de sustento cuando tuvieron que huir de la sierra. Lo hicieron aplicando las estrictas formas de construcción kogui, usando solo maderos y cuerdas vegetales, reciclando materiales, siendo respetuosos con la naturaleza. Está en una playa casi solitaria, a una hora y media de Santa Marta por la carretera de La Guajira, al borde de un hermoso palmeral, entre arenales blancos enmarcados por una gran roca y el azul intenso del Caribe.
Pero lo mejor del hotel es que emana la misma paz espiritual y la misma sabiduría natural que sus tres creadores. Puedes ir sencillamente a alojarte en sus cabañas y nadie te molestará. Pero si quieres un rato de conversación, un poco de espiritualidad, un baño de arcilla sanadora, una infusión que limpia el alma o compañía durante tus silencios, pídeles a Silfo o a Sami o a Mario que te cuenten cómo podían ser autosuficientes allá en la sierra, cómo eran felices sin usar el dinero, qué hemos hecho mal para ser tan dependientes de lo manufacturado cuando la naturaleza nos lo da todo.
Y sobre todo, que te cuenten qué hay de bueno y de malo en cada uno de esos mundos antagónicos que ellos han conocido y cómo podemos conjugarlo para ser felices.
Que, en definitiva, es lo que todos andamos buscando.
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