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Tribuna
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¿Final del juego de la corrupción?

Un país no puede funcionar si fallan los controles sociales e institucionales

En el maravilloso cuento de Cortázar Final del juego, unas niñas representan estatuas en un juego que cuando termina marca el final de la infancia y la inocencia. En el extremo opuesto, muchos esperan que el desenlace de la representación esperpéntica de la trama Gürtel (convertida en caso Bárcenas) pueda ser la señal del fin de un sistema de corrupción instalado en muchos ámbitos de nuestra sociedad.

Pero ni la comparecencia del presidente ni la terminación de la investigación serán suficientes para resolver el problema. En primer lugar porque un país no puede funcionar si por sistema (véase el caso de las preferentes) fallan los controles morales, sociales e institucionales y todo ha de solucionarse por los jueces. Además, porque el que la mayoría de los españoles —pregunten a sus amigos— crean a Bárcenas no quiere decir que se fíen más de él que de Rajoy: significa que ya antes la sociedad sabía que los partidos se financian ilegalmente y que sus relaciones con muchas empresas no son ni transparentes ni siempre limpias. Y digo los partidos y no el PP, porque si el caso Bárcenas escandaliza por la cercanía a su dirección, el de los ERE lo hace por su volumen y por la implicación transversal de políticos, empresarios y sindicatos. Está claro que si el problema no se percibiera como general, con la situación económica actual el PSOE sacaría más de 20 puntos porcentuales al PP en intención de voto.

Esta percepción de una corrupción extendida en los tres niveles de la Administración —y creciente a medida que se desciende— ha ido acompañada de una tolerancia social cuyo reflejo son los resultados de las últimas elecciones autonómicas en Valencia, Andalucía o Cataluña. Sin embargo, crece la conciencia de que no podemos seguir por este camino, y por eso ya no convencen a casi nadie los argumentos de que es mejor pasar de puntillas sobre ese tema para no empeorar nuestra difícil situación económica, e irrita cada vez más que se trate de desviar la atención señalando la viga —o la paja— en ojo ajeno. Justamente porque son todos iguales todo debe cambiar, y es la falta de reacción a la corrupción uno de los obstáculos a la salida de la crisis.

Pero ¿por dónde empezar? Quizás convenga hacerlo por lo que tenemos más posibilidades de cambiar, es decir, por nosotros mismos. En primer lugar, revisando nuestro papel de actores o cómplices en prácticas generalizadas (facturas sin IVA, abusos de prestaciones de desempleo o bajas, etcétera), que son otra manifestación de inmoralidad y falta de respeto a la ley. La exigencia también la tenemos que subir en relación con nuestro voto, que ya no vale dar al que cada uno considera el mal menor, si lo único que conseguimos con ello es perpetuar un sistema que engangrena nuestra sociedad.

Es mejor pagarles un buen sueldo a los cargos, a que nos lo cobren en coches, pensiones o en el recibo de la luz

Tendremos que pensar también hasta qué punto podemos participar en iniciativas de la sociedad civil a favor de la transparencia y del cambio en la regulación de los partidos. Por ejemplo, www.porunanuevaleydepartidos.

Los empresarios no pueden mantener el clamoroso silencio actual sobre el problema de la corrupción: como víctimas, pero a menudo cómplices y a veces culpables de la misma, tienen que defender la transparencia en la contratación pública y la verdadera competencia. Por eso deben luchar sus asociaciones, y las grandes empresas del Ibex deben dejar de perseguir cada una sus particulares intereses para liderar el cambio. Por cierto, de paso podían terminar con la impresentable práctica de que las grandes empresas de sectores regulados sean el retiro dorado de toda clase de ex.

Los políticos, por supuesto, tienen un papel fundamental. Si pretenden que volvamos a votarles, es necesario un reconocimiento por parte de los dos grandes partidos de las malas prácticas pasadas, asumiendo las responsabilidades políticas sin esperar a sentencias condenatorias o a absoluciones deshonrosas. A partir de ahí deberían promover la reforma de la ley de partidos y una ley de transparencia ambiciosa (no como el actual proyecto), y asumir un compromiso de tolerancia cero con los incumplimientos de las nuevas reglas. Las muchas personas honradas que hay dentro de los partidos y con cargos políticos tienen que exigir esta regeneración si no quieren que los demás les consideremos partícipes del sistema. También hay que acabar con la hipocresía en la retribución de cargos públicos, que en la actualidad tienen responsabilidades y dedicación de alto ejecutivo, retribución de administrativo medio, y privilegios exorbitantes. Es mucho más transparente —y más barato para los contribuyentes— pagarles directamente un buen sueldo de ejecutivo que el que nos lo cobren en coches oficiales, pensiones vitalicias o en el recibo de la luz…

Estaría bien que en vez de estar cada mañana pendientes de las cartas —marcadas o no— que juegan los diversos tahúres que tanto han ganado a nuestra costa, seamos capaces entre todos de levantarlas y poner fin al juego de la corrupción, que, recordemos, es sinónimo de descomposición. Solo será posible si todos —ciudadanos, empresarios y especialmente políticos— empezamos a tener claro que los límites de una actuación correcta no los marcan el Derecho Penal, ni siquiera solo las leyes, sino las reglas de la ética y la responsabilidad.

Segismundo Álvarez Royo-Villanova es jurista.

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