Leemos a los perros y hacemos clic a los gatos
La tira cómica resultó ser una de las más reproducidas en la larga historia de la publicación semanal, quizá porque explicaba mejor que cualquier sesuda disteración ese momento en el que la Red dejó de ser el reino de ejércitos, gobiernos y académicos (era julio de 1993) y cayó en manos de usuarios que descubrieron con ella el potosí del anonimato. La frase acabó terminó siendo un adagio tan popular que se usó una y otra vez y hasta Apple llamó a un grupo de aplicaciones Cyberdog en 1997 en su honor. Qué se le va a hacer, eran los tiempos antes del retuit.
Pero la broma cumple años con connotaciones bien diferentes. Ahora el pobre perro negro parece estar celebrando que nadie sabe que es un perro porque Internet, hay que admitirlo, es cosa de gatos. La batalla cultural por la supremacía cibernética la han ganado los felinos como los Ewoks ganaron al Imperio Galáctico: por parecer imposiblemente monos pero luego siendo inesperadamente retorcidos, lo cual les da una versatilidad que los cáninos, ay, no tienen a la hora de protagonizar bromas. La capitulación se ha sucedido, en los últimos años, en forma de reportajes, documentales y festivales de vídeos sobre los diferentes gatos que se han convertido estrellas en la Red; o cosas como que el vídeo de un minino que alucina con la mano de su dueña haya sido visionado unos 70 millones de veces. El máximo exponente actual del fenómeno, una antipática micha con un defecto genético que la hace parecer eternamente amargada y que responde por Grumpy Cat tendrá hasta su propia película, fraguada por un agente especializado en representar en Hollywood a gatos que se hacen famosos gracias a Internet (!). Su homólogo cánido, mientras tanto, es Stan el Perro, una criatura que ha tenido que inventar Disney para protagonizar una serie llamada Dog With a Blog que se estrenó el octubre pasado.
Lo cual conduce a dos conclusiones: primero, que es posible que los gatos, monos pero solapados, reflejen mejor cómo se sienten muchos cibernautas que los perros, que son tan dóciles, tan alegres y tan dispuestos a todo que, en el cínico universo de Internet, parecen descerebrados rayanos en lo psicópata. Esa imagen de lelos simples es la que explota, por ejemplo, la web Buzzfeed con sus inefables listas con fotos de animales. Y segundo, que lo que nos gusta de los perros no es tenerlos para hacer bromas virales, sino leer sobre ellos. No gustan las noticias que protagonizan; nos gustan las historias de lealtad que nos cuentan sus dueños y nos gusta averiguar cómo cuidarlos mejor. Cosas, en definitiva, que no caben en imágenes.
Lo de leer a los perros no es nuevo: la literatura lleva explotándolos desde hace décadas y cabe pensar queMi viejo amigohubiera emocionado menos si el animal a matar hubiera sido un colibrí o siColmillo Blancofuera un facóquero.La revista Slate recordaba hace poco la de grandes autores que se han intentando meter en la cabeza de un tuso: Paul Auster, David Eggers, William Maxwell, Peter Mayle... Y recordaba que, según la base de datos publishersmarketplace.com, desde 2008 se han publicado 44 obras de ficción sobre ellos, mientras que de gatos solo hay 20. Las obras de no ficción (ensayos, fotografías, tiras cómicas...) confirman la teoría: hay 57 de ellas y solo 18 de literatura gatuna. Nos gusta leer a los perros y hacer clic a los gatos.
Así que lo de los perros y gatos en Internet es una cuestión de formato. Pocos gatos son tan famosos como los perros que son famosos en Internet. A los gatos se les saca una foto, se les pone un texto hilarante, y se les desecha. Cuando un perro se hace famoso en Internet, tiende a crear culto alrededor de su personalidad. Le pasó, por ejemplo, aSchoep, ese pastor arrético de 19 años cuyo dueño, John Unger, abraza en las aguas gélidas del Lake Superior de Wisconsin en las que se meten juntos para aliviarle al animal los dolores que le produce la artritis. La foto de ellos dos, abrazados en la inmensidad de las aguas, se hizo viral el año pasado. Los dos tienen ahora 143.000 fans en Facebook y cuando Schoep cumplió los 20 el mes pasado, 47.000 de ellos le dieron a Me Gusta en su foto.
Eso cuando no son It dogs del iPhone, que Instagram -una red social perfecta para los animales porque permite que se luzcan sin que el dueño tenga que escribir nada por ellos- está creando su propia especie de celebridad canina. Hay una generación de perritos que se han hecho estrellas gracias al invento y de hecho, cuatro de ellos, Tuna (una perra que es otra historia en sí misma: sufre un trastorno que le ha llevado a moderse el labio inferior hasta quedarse sin él; su Instagram en realidad se creó para recauda dinero para su tratamiento pero se ha convertido en una estrella por derecho propio), Dagger, Biggie y Trotter, se reunieron en San Francisco hace unas semanas para gran revuelo de los 600.000 seguidores que suman. (YThe Huffington Post. Allá donde haya una historia de perritos que contar estará la edición estadounidense del portal digital para que compartan portada con Edward Snowden.)
La cultura cibernética es un lugar para el contraste y la contradicción en el que funciona lo que no debería existir. El niño que se expresa como un adulto. El famoso glamouroso que se humilla. El superhéroe que sufre. El gatito adorable al que le pega todo achacarle cualidades de Maquiavelo. Los perros lo tienen complicado con ella porque son demasiado arquetípicos: son leales e incansablemente afectuosos hasta cuando son imprevisibles. Son puros como Superman en una década dominada por el torturado individualismo de Batman. Internet les dará poca importancia por nunca serán novedad. Pero nunca serán novedad porque, está demostrado desde prácticamente un siglo, nunca serán una moda.
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