‘Urbi et scholae’
Hace unos días estaba observando desde el balcón de mi piso, que da a una plaza, a unos jóvenes que hacían uso ruidosamente de sus monopatines hasta que, cansados de saltar sobre los bancos de piedra —que ya muestran señales de fatiga irreversible tras años de ser sometidos a esa tortura cotidiana—, arrancaron una papelera para situarla en el centro y así poder sortearla elevándose por encima de ella. Ante tal ejercicio de vandalismo llamé a la Policía Municipal, que prometió mandar un vehículo a la zona. Al cabo de media hora llegaron dos agentes, que se acercaron a los gamberros y, por los gestos observados, preguntaron sobre la papelera. Los chicos, probablemente, dirían que ellos no eran culpables del destrozo, así que los policías se fueron y permitieron a esos desalmados proseguir con sus juegos. Un par de días más tarde el cesto metálico, dejado a la intemperie, desapareció definitivamente. Y añado yo, pues lo sé por experiencia, nunca más será repuesto.
Si las autoridades municipales no sancionan el deterioro intencionado del mobiliario público, los ciudadanos que hacen uso de bancos, papeleras, etcétera, están inermes ante la ley de la selva de las tribus urbanas. Así que pido tres cosas: en primer lugar, más vigilancia y más rigor punitivo cuando sea necesario; en segundo lugar, una política de recuperación del mobiliario sustraído o estropeado, para contribuir a dignificar un entorno que languidece hasta el abandono, alimentado por la desidia oficial y el incivismo de unos pocos que campan por sus respetos; por último, más iniciativa municipal para transmitir el mensaje, urbi et scholae, de que el respeto de lo público es señal de higiene social y redunda en beneficio de todos.— Carlos Acosta Arenas.
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