Sixto Rodríguez, alias Sugar Man: el poeta del apartheid
Autora invitada: Marta Rodríguez Carrera (Johannesburgo)
Es cierto que la cinta omite que Rodríguez hacía sus bolos en Nueva Zelanda pero la historia de final feliz del ceniciento se gesta en Sudáfrica y eso ha permitido que se cree un cierto orgullo local de descubridores o redescubridores de un artista septuagenario. La película, estrenada en cines el pasado 31 de agosto, es el documental más visto de la historia sudafricana. Y no sólo eso: ha devuelto a Rodríguez a la primera línea musical.
También los blancos sufrían de esa estricta moralidad, aunque su cómoda y privilegiada vida no se puede comparar de ninguna manera con la de sus vecinos de orígen no europeo. En la segregación racial, Rodríguez se convirtió en un artista de culto para los blancos y lo curioso del caso es que especialmente le fueron fieles los afrikaaners, los descendientes de holandeses, alemanes y franceses que conformaron lengua y cultura diferenciada de sus ancestros y que con los años mantendrían el control político del país. Una rápida encuesta personal nada científica ni exhaustiva concluye que los fans negros del cantante estadounidense son escasísimos, aunque un activista como Steve Biko se contara entre sus seguidores.
Y ahí está Rodríguez, paradójicamente con unos rasgos claros de indígena americano, que en Sudáfrica lo hubieran sentenciado a la discriminación. Pero se convierte en la vacuna, el tratamiento que cura vergüenzas, rabias y miedos. Sus letras describen dramas y problemas reales, alejadas de los himnos utópicos de John Lenon y los jóvenes afrikaaners las escuchan como los estadounidenses seguían a los cantantes hippies en contra de la guerra del Vietnam. La reflexión es de Marthe Muller, para quien el éxito de Rodríguez se explica porque el suyo era un "modelo revolucionario que atrapó a unos jóvenes que no lo eran en absoluto y no sabían cómo decir que no a la autoridad" pero que a través de esas letras de "dolor" consiguieron "sentirse humanos y curar esa culpabilidad" por las maldades de las generaciones mayores.
"No era fácil viajar a Europa ni por África siendo un blanco afrikaaner", admite Martin Kruser, que en 1992 hizo su primer gran viaje por la Barcelona olímpica. Ahora en la frontera de los 45, recuerda como en su universidad afrikaaner de Johannesburgo los dos discos del estadounidense iban de mano en mano, como si se tratara de los consagrados Bob Dylan o Leonard Cohen. Kruser es ahora un ingeniero de éxito y no ha dejado de escuchar a Rodríguez, vio el documental en los primeros días de su estreno y fue uno de los miles de fans que el pasado mes de febrero vieron en directo al artista de Detroit en su gira por Sudáfrica. "De él nos gustaban sus letras de vidas cotidianas, y a lo mejor que no sabíamos mucho de su vida", reconoce. Y asegura, en cambio, que nunca hizo una lectura política.
No es el caso de Paul Organ, veintañero en los ochenta, y que sigue a Rodríguez con cierta nostalgia. Este año ha regalado uno de los CD a un amigo suyo, explica emocionado mientras tararea Sugar Man. Asegura que le trae recuerdos agridulces ya que lo asocia con su pasó por el servicio militar en la guerra con Angola en Namibia, entonces provincia sudafricana, cuando Rodríguez amenizaba los días y noches de tedio en el cuartel. En aquel Ejército obligatorio para todo varón blanco, los negros tenían el acceso vetado. Organ recuerda que sus compañeros se sentían abandonados por una autoridad que decía protegerles.
'Searching for Sugar Man' se proyecta actualmente en cines de varias ciudades en España. El cantante actuará en Barcelona en julio.
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