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Tribuna
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Los 65 años de Israel

El vínculo entre una tierra, una religión y un pueblo es la clave del éxito de este país

En muchos países, un 65º aniversario quizá no despierte grandes entusiasmos. Pero si el país es Israel, que celebra su cumpleaños este mes, la cosa es muy distinta.

Israel es el único Estado miembro de la ONU cuyo derecho a existir se pone en duda de manera habitual, cuya eliminación del mapa es el objetivo de, al menos, otro miembro de la ONU (Irán) y cuyos centros de población son presas al alcance de Hamás, que domina Gaza, y Hezbolá, que domina Líbano.

Ninguno de los países que violan sin cesar los derechos humanos —Irán, Corea del Norte, Bielorrusia, Zimbabue, Sudán y otros— es objeto de un escrutinio tan implacable, obsesivo y dispuesto a declararle culpable mientras no se demuestre lo contrario como el que recibe Israel, un país democrático, por parte de los organismos de la ONU.

Ningún otro país es blanco de campañas tan constantes, bien financiadas y organizadas para desacreditarlo, deslegitimarlo y demonizarlo como Israel, ni se pone tanto en tela de juicio su derecho a defenderse. Ningún otro país está sujeto a un examen tan microscópico en los medios de comunicación, a menudo, fuera de contexto y sin ningún equilibrio.

Israel me inspira una profunda admiración, por su perseverancia, su capacidad de resistir, su valor y su creatividad. Lo que ha conseguido es impresionante: el renacimiento de un Estado con una sólida base democrática, la acogida a millones de refugiados e inmigrantes procedentes de todos los rincones del mundo, y el empeño en superar continuos obstáculos que parecen invencibles.

Otros países tal vez habrían sucumbido tras 65 años de hostilidad ininterrumpida, enemigos que recurren a todo tipo de cosas para desmoralizarlo y aislarlo. Israel, por el contrario, siempre desconcierta a sus enemigos. Su compromiso de lograr un acuerdo de dos Estados con los palestinos sigue siendo inamovible, como demuestran las encuestas, a pesar de que muchos se preguntan si los palestinos, que han tenido sucesivas oportunidades de obtener la soberanía, comparten verdaderamente el objetivo israelí de que haya dos Estados, uno judío y otro palestino, que convivan en paz.

Ningún otro es blanco de campañas tan constantes y bien financiadas para demonizarlo

Además, en varias encuestas que se llevan a cabo en todo el mundo, Israel figura como uno de los países “más felices” del mundo; Tel Aviv es una de las ciudades preferidas de los jóvenes; y el país ocupa puestos muy altos en los índices de desarrollo humano.

Los adversarios de Israel no entienden cómo es posible que esos “hijos de monos y cerdos”, como llaman sin reparos a los judíos los predicadores musulmanes radicales (y el actual presidente de Egipto, hace solo tres años), sigan siendo un pueblo orgulloso, fuerte e incluso optimista. No entienden cómo es posible que esta nación de solo ocho millones de habitantes, que tenía 650.000 en el instante de su nacimiento, en 1948, haya logrado hacer frente una y otra vez a las agresiones de unos países árabes mucho más poblados; ni cómo puede ser que Israel, sin recursos naturales propiamente dichos hasta el reciente hallazgo de yacimientos de gas, se haya convertido en una economía del primer mundo, con varios galardonados con el Premio Nobel, y tenga tanto prestigio mundial entre innovadores y emprendedores.

La respuesta es sencilla: el factor fundamental es el vínculo tradicional entre una tierra, una religión y un pueblo.

Ya lo dijo el profeta Ezequiel hace 2.700 años:

“Y esto dice el Señor Yahvé: Ved que sacaré a los hijos de Israel de las naciones a las que se hayan ido y los reuniré de todas partes y los traeré a su tierra; y haré de ellos una sola nación en la tierra, sobre las montañas de Israel... Y trabajarán la tierra desolada... Y dirán: Esta tierra que estaba desolada se ha convertido en el Jardín del Edén”.

Y también lo expresó, mucho más tarde, el profético Winston Churchill:

“La formación de un Estado judío en Palestina es un acontecimiento en la historia mundial que no hay que juzgar desde la perspectiva de una generación ni de un siglo, sino desde la perspectiva de 1.000, 2.000 o incluso 3.000 años”.

Es indudable que, como en todas las sociedades democráticas, en Israel queda mucho por hacer. Los retos son numerosos: qué hacer con docenas de partidos políticos que se disputan 120 escaños parlamentarios, cómo lidiar con los grupos religiosos extremistas, cómo reducir las desigualdades entre ricos y pobres, cómo encontrar el equilibrio entre ser un Estado judío y ser una democracia, cómo resolver la larga búsqueda de la paz con los países vecinos sin dejar de defenderse en un Oriente Próximo cada vez más turbulento.

Sin embargo, Israel es, por encima de todo, una “aventura” asombrosa. Me siento privilegiado de poder ver cómo se hacen realidad las plegarias de generaciones que, desde hace casi dos milenios, rezaban por el regreso a Sión desde su exilio.

E imaginemos el papel que puede desempeñar un día Israel en la región, si se logra la paz entre todos los países vecinos, con su aportación a los esfuerzos para mejorar la seguridad alimentaria, la seguridad de las aguas, la seguridad energética, la seguridad ambiental, la seguridad sanitaria y la seguridad del conocimiento, todas ellas cuestiones que van a ser fundamentales en el siglo XXI. Ese es un Israel que no ocupa un lugar destacado en los medios, pero es el país que late a diario, lleno de amor por la vida, la libertad y la tierra.

¡Feliz 65º aniversario, Israel!

David Harris es director ejecutivo del Comité Judío Americano (AJC).

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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