El símbolo imputado
España necesita que la Corona recupere la reputación que le hizo fuerte en crisis no tan lejanas
Los barómetros de opinión del CIS así como los datos de Metroscopia han arrojado tradicionalmente un saldo favorable a la Corona española. Con una evaluación media por encima del 7, es la única institución pública que nunca había suspendido en confianza hasta hace meses. La Corona es ciertamente entidad de fuerte reputación, si por esta se entiende la “opinión o consideración en que se tiene a alguien o algo”.
Las imputaciones de la infanta Cristina, su secretario y su marido, además de las controversias en torno a Botsuana y Corinna, han provocado una enorme preocupación no solo en la Casa Real, sino también en los ciudadanos y resto de agentes sociales que ven con inquietud la crisis de la institución y sus repercusiones.
El origen etimológico de los términos revela una interesante coincidencia. Imputación y reputación tienen la misma raíz, putare, que significa estimar, considerar, ponderar. De manera que imputar (in-putare) tiene que ver con la atribución a una persona de la responsabilidad de un hecho que se considera reprobable, y re-putare hace referencia a la repetición, a la acumulación de juicios sobre algo o alguien.
Saber cómo la gente “acumula juicios” se ha convertido en uno de los quebraderos de cabeza de los profesionales de la comunicación, que necesitan hacer de las suyas organizaciones reputadas.
El estado actual de la gestión reputacional, tanto en lo académico como en lo profesional, va más allá de una mera opinión pasajera, lo que tiene importantes implicaciones para la comunicación de una institución como la Monarquía. Porque es acumulación de juicios, la reputación hace referencia al pasado (en lo que hoy pienso me influye lo que recuerdo de la institución) y al futuro (un reiterado juicio positivo me impulsa a decidir a su favor, por ejemplo, a invertir o votar).
A la Corona le corresponde simbolizar la unidad y permanencia del Estado español
Además, y porque la reputación se construye a lo largo del tiempo, su gestión tiene fases: en una primera hay que darse a conocer; en la segunda llegar a permear de forma más profunda generando duraderas convicciones; y hay que culminar provocando la experiencia de un producto o servicio. La buena reputación es, entonces, resultado no solo de la comunicación (lo que la organización dice que hace) sino también de los comportamientos (lo que realmente hace).
Según los datos, no hay lugar a duda de que la Corona española se hizo con valores intangibles. Resultado de un complejo proceso, por cuanto necesitaba compensar con legitimidad democrática la falta de legitimidad dinástica (Juan Carlos I no es Rey por principio hereditario, sino por decisión de Franco), se podría decir que atravesó con éxito los tres estadios que la buena reputación exige: logró darse a conocer, generó la convicción de que sería útil para la transición a un nuevo régimen, y con sus actuaciones transmitió a los españoles la experiencia de una vida en democracia y libertad.
Veinticinco años después de la Transición, los españoles puntuaron el papel del Rey en este proceso con un 8, muy por encima del resto de instituciones. Además, su labor ha sido considerada importante para la estabilidad democrática por más del 75% de ciudadanos de forma continuada desde 1982. Ciertamente, los responsables de La Zarzuela pueden anotar en su haber el atributo de “artífices de democracia”.
Pero quizá porque este logro pueda estar ya amortizado (cada vez son más las generaciones que nunca han tenido como problema la ausencia de democracia), se activan todas las alarmas, particularmente si se atiende al tipo de “producto” o “provisión de servicio” que a la Corona corresponde.
Cuando se redactó la Constitución, republicanos, monárquicos y franquistas solo podían llegar a un consenso si del Rey se hacía alguien cuyo destino era reinar sin gobernar. Su función es simbólica: sus competencias carecen de un contenido efectivo de poder político.
Se atribuye al Rey el papel de árbitro apartidista del régimen político
Sin embargo, los especialistas en comunicación saben bien que hay otro significado de su función que es de gran importancia, y en el que la Corona se juega el futuro de su reputación: le corresponde simbolizar la unidad y permanencia del Estado español. Quienes acuñaron la expresión “gobierno simbólico” —que no proceden precisamente de países monárquicos, sino republicanos— eran conscientes de que hay aquí una espada de doble filo: el símbolo puede hacer al gobernante tan influyente como baladí. El símbolo —como las marcas— lanza una promesa que, si se cumple, genera en el destinatario un gran valor emocional que refuerza adhesión; pero si se vulnera, provoca distancia y rechazo.
Al Rey se le exige simbolizar —lanzar la promesa— de que el Estado es uno y que permanecerá aún cuando la persona desaparezca. Se le atribuye además el papel de árbitro, ese elemento que todo sistema constitucional —también los republicanos— se procura para que, en caso de excepcionalidad —cuando aceche el peligro del bloqueo institucional o de la disgregación de la nación— haya alguien que acuda con neutralidad y apartidismo para moderar y garantizar el funcionamiento del régimen. Para eso hay que preservar el símbolo de connotaciones controvertidas. Y por eso, los sucesos que pongan en duda la autenticidad o coherencia entre el símbolo y lo representado, amenazan con azotar el sistema con la reprobación popular.
Para construir su reputación, la Casa Real desplegó una ingente actividad. Hasta ayer se computa un total de 3.177 discursos, 458 viajes oficiales y otras 4.388 actividades tales como audiencias, entregas de premios y recepciones. Un estudio de marca al uso sobre la Corona arrojaría un importante saldo de valor intangible, ese que carece de sustancia física pero que vale, porque atrae capital internacional, establece redes o da a conocer el país. Ahora bien, probablemente nos encontraríamos también con el desvanecimiento de algunos valores intangibles que en su día se adquirieron, pero que los últimos barómetros empiezan a desplomar: cercanía y sintonía con los ciudadanos y capacidad para adaptarse a los cambios de la sociedad. Para la reputación de una institución pública como es la Corona, resulta imprescindible orientarse a los ciudadanos y recuperar la complicidad, introduciendo mejoras en el desempeño y una comunicación efectiva de los logros.
Según los expertos, seis son los valores que acreditan una buena reputación: regularidad, eficiencia, fiabilidad, representatividad, equidad y rendición de cuentas. La Casa Real española nunca rindió cuentas, pero se mantuvo fuerte en el resto de atributos; hoy esa fortaleza parece hacer aguas.
Si bien hay valores intangibles amortizados —como el de la estabilidad democrática—, otros como la integración de una nación con diversidades autonómicas o la representación de la marca España siguen siendo de enorme necesidad para inyectar esperanza en un país que tiene que avanzar en medio de turbulencias. Los problemas internos de la Casa Real parecen proyectar una ausencia de la institución en la tarea encomendada. El papel de árbitro y símbolo del Estado como vertebrador de la sociedad es inexcusable. La Corona puede ser su principal enemiga, al convertirse en elemento de inestabilidad del sistema que ella misma está llamada a preservar.
La actual crisis económica está poniendo a prueba la solidez y consistencia de las instituciones. Es una crisis que obliga a ponderar de nuevo la autenticidad de lo que somos y hacemos; no en vano la raíz que comparten imputación y reputación, putare, tiene su origen en un término arcaico propio de la agricultura, podar, que está asociado a la idea de depurar. Lo que está sucediendo demuestra que la Corona española no escapa a las duras lecciones que hoy atraviesa la comunicación; el aprendizaje pasa por proyectar la institución, su líder y su sucesor en términos de gestión reputacional, lo que obliga a una mayor coherencia entre lo que se es y lo que se representa.
María José Canel es catedrática de Comunicación Política. Universidad Complutense de Madrid.
Ángeles García Molero es investigadora de intangibles de la Corona española. Universidad Complutense de Madrid.
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