La Caracas de Hugo Chávez que yo conocí
Caracas es sobre todo una ciudad moderna. Espejo de una sociedad urbanizada, mayoritariamente joven, cuyos ojos miran siempre al vecino del norte. Una ciudad de clase media empobrecida por el batacazo económico de los 80, con cinco millones de habitantes en perpetuo movimiento y agitación social, enclavada en un valle tropical de montañas selváticas pero rodeada de cinturones de autopistas, amante de la comida rápida, de los centros comerciales y de tomar café en vasos desechables.
El boom del pétroleo en los años 70 cambio de raíz la sociedad venezolana. Un pueblo rural y agrícola pasó de repente a nadar en la riqueza y a adorar la modernidad. Caracas es el exponente de esta locura nacional por la americanización. En apenas una década, la vieja ciudad colonial fue arrasada para sobre ella construir una urbe de rascacielos a la usanza norteamericana. En su diseño y ejecución intervinieron los mejores arquitectos internacionales del momento. Como me decía el arquitecto venezolano William Niño: “una ciudad ubicada a mil metros sobre el nivel del mar, con un clima extraordinario, un paisaje, una topografía, una esencia de modernidad… pero amenazada. Amenazada por la polaridad de los climas sociales, por unas violentas discriminaciones, por una riqueza que le ha permitido hacer grandes obras de arquitectura e infraestructura pero rodeada por unos cerros minados por la violencia y la inseguridad“.
Estas son algunas de las claves para entender una ciudad atípica como Caracas, ahora sin Chávez:
El caos con la violencia del automóvil, la ausencia de espacios de peatonales y la invasión del espacio público y las aceras por cientos de tenderetes de desempleados que tratan de ganarse la vida vendiendo lo que sea tuvo un cierto respiro en los 80 con el descubrimiento del espacio público a través de las estaciones del metro.
Sin embargo, en esta sociedad urbana, fuertemente polarizada por la lucha política y por la supervivencia diaria, es fácil encontrar elementos de cohesión. Uno de ellos son los Leones de Caracas, el equipo local de béisbol. A diferencia de sus países vecinos, el deporte rey en Venezuela no es el fútbol sino el béisbol. Reflejo de la adoración por todo lo americano. Llegó al país con los primeros trabajadores estadounidenses de las plataformas petrolíferas y se convirtió en la pasión nacional.
Los Leones de Caracas, el equipo de la capital, juega en la primera liga venezolana y paraliza la vida de la ciudad cada noche de octubre a enero, mientras dura la competición. Sus eternos rivales son los Navegantes de Magallanes, el equipo de la ciudad de Valencia. Un partido Leones-Magallanes es como un Madrid-Barcelona, pero animado por toda la pasión, los bailes y la cerveza fría del trópico.
El segundo gran símbolo de identidad nacional es un producto hecho 100 por 100 en Caracas. Aquí le llaman telenovelas, pero en el resto del mundo se le conoce también por otro nombre, indisolublemente ligado al de Venezuela: culebrones. La telenovela es el eje de vertebración familiar. Aquí la mamá, la abuelita, toda la familia se reúnen a las nueve a ver su telenovela favorita; es parte del quehacer diario del venezolano. La industria del telenovela es el motor de la producción audiovisual venezolana.
En los buenos tiempos se llegaban a hacer más de 16 series al año, de unos 200 capítulos cada una. Series que pese a su fuerte sabor local se vendían en los cinco continentes. Hoy, la competencia colombiana y brasileña por un lado y la crisis económica local por otro han reducido el número de títulos anuales a unos 7 u 8. Luis Alberto Lamata, director de cine y telenovelas al que entreviste en una ocasión, aseguraba: “La costumbre es denostar las telenovelas, es hablar mal de las telenovelas, pero este un género muy particular, muy distinto a cualquier otra cosa. Es algo que se puede extender durante 200 horas que tu no sabes nunca donde va, porque en la medida que se va escribiendo sobre la marcha, aquello da unos saltos tremendos , muy extraños y te obliga a enfrentar el trabajo de actores muy distintos.
Apenas que tenga algunos contactos no es difícil que te inviten al rodaje de algún capítulo en alguno de los muchos estudios de Caracas. A diferencia de las telenovelas brasileñas, que van dirigidas a la clase media, las venezolanas están pensadas para las capas menos pudientes. “La telenovela debe de subir el cerro”, se dice aquí, en alusión a las laderas pobladas de casas marginales que rodean la ciudad. Aunque para audiencias europeas pueda sonar un punto ridículo, no se puede tocar el lenguaje clásico, casi novelesco de los culebrones. Si se cambian los patrones, la audiencia se cae. El reto de guionistas y directores es sorprender a la audiencia, pero sobre algo ya conocido.
El gran público de los culebrones venezolanos habita en las laderas empobrecidas que atenazan la ciudad de Caracas. Los caraqueños les llaman barrios, y al igual que las favelas brasileñas, son macrociudades de infraviviendas nacidas sin orden ni planificación.
Producto de la necesidad y de la marginación. La única posibilidad habitacional para las masas de desfavorecidos de un país que vive sobre una gigantesca bolsa de petróleo y a los que sin embargo, el sistema ha dejado fuera. Los barrios son el gran foco de desigualdad que alienta la violencia cotidiana.
Uno de los más grandes y famosos barrios de Caracas es Petare. Medio millón de personas viviendo en tres kilómetros cuadrados. Pese a su supuesta peligrosidad, estuve paseando por Petare con el arquitecto William Niño. “Petare es un cerro difícil de catalogar, es un barrio, es un lugar de gente excluida , con niveles de ingresos muy bajos, pero se ha desarrollado como una cultura propia, pues es una ciudadela gigantesca de aproximadamente 450.000 habitantes. Se ha generado una particularidad de construcción. Como la topografía es tan complicada. Es una colina, es la intersección de varias colinas que cierra la ruta del río Guaire. Pues se han generado unas densidades altísimas. Aquí hay favelas de cuatro, cinco, seis alturas, quedan como un mundo absolutamente intrincado, un laberinto inexpugnable".
Enfrente de las infraviviendas, a pocos metros, a veces incluso en calles colindantes, se alzan las urbanizaciones de las clases acomodadas. Casas con agradables jardines, campos de golf, avenidas bien asfaltadas, complejas medidas de seguridad privada.
La vecindad entre la pobreza más vergonzante y la riqueza desmedida lastra cualquier programa social de erradicación de la delincuencia. La desigualdad social es una característica de toda América Latina, pero en pocas de sus ciudades se escenifica con tal grado de realismo como en Caracas. La vida, pese a todo, sigue.
Al caer la noche, las calles de Caracas se vuelven más solitarias y peligrosas aún. Pero esto no quita para que la ciudad tenga una intensa vida nocturna. Los caraqueños adoran bailar. Hay centenares de discotecas y salas de música en vivo por toda la ciudad. Una de las más famosas en la época en que yo estuve (ignoro si sigue abierta) era “El Maní es así”, que abría cada noche con actuaciones en directo de los mejores grupos de salsa o merengue. Eso sí, tenías que ir en coche desde el aparcamiento de tu casa al aparcamiento privado y vigilado del restaurante o local en cuestión. Nadie en su sano juicio camina más de dos cuadras en la noche oscura y peligrosa de Caracas.
Caracas no es una ciudad turística al uso, desde luego. Tiene un pequeño centro histórico con algunos interesantes edificios coloniales y republicanos, incluido el Panteón Nacional donde está enterrado Simón Bolívar. Y el Parque Nacional el Ávila, el gran pulmón verde junto a la ciudad, una montaña de vegetación tropical con un parque de atracciones en su cima. Pero poco más para un turista convencional.
De todas formas, si tuviera que hacer un resumen de la ciudad me quedo con la valoración que me hizo en aquellos lejanos días el arquitecto Niño, que la conocía mucho mejor que yo:
“Yo creo que con todas las grandes ciudades latinoamericanas hay un prejuicio y siempre nos están amenazando de no salir, de no mostrar, de no ir... hay una especia de paranoia........ Sí, la ciudad es peligrosa, pero la ciudad es fundamentalmente dulce, amable, llena de secretos, inconmensurables secretos de gastronomía, de comida callejera, de encuentros cotidianos, de vulgaridad cotidiana, de belleza pobre, de casualidad, y también de campos de golf, de jardines apoteósicos. La vida y las ciudades hay que habitarlas con esa apertura a la incertidumbre que da la polaridad, de manera que en este sentido... ¡Caracas es una ciudad segura!"
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