La dignidad y el amor
En la vida, nadie sabe en qué momento uno se inclina por el camino correcto
En memoria de mi hermano Carlos
Cuando un huracán inesperado azota los sentimientos del navegante solitario que, irreverente y silencioso, soñó con desafiar a todos los océanos, puede dejarse llevar por el ritmo portentoso de la tempestad o, como Ulises, atarse al palo de la nave para no sucumbir al canto de las sirenas. O como Hamlet, si entra en batalla, tomar las armas, y enfrentándose al piélago de calamidades, acabar con todas ellas. Es en esos momentos de zozobra en los que Dios —y el visible fuego de san Telmo— se aparece con toda su grandeza y omnipresente terror. Ese Dios Todopoderoso que, con potente voz, grita al angustiado llamándole por su nombre para que vaya a su lado y escuche las palabras de los antepasados que había dejado olvidadas en el rincón más oscuro e inaccesible de la memoria: amor, dignidad, honor, miedo, patria, belleza, familia, eternidad, grandeza. Y, más o menos, antes de la zozobra piensa en cada una de esas recónditas voces que amartillan su mente como si milenios de sabiduría presagiaran un futuro desconocido.
¡Amor! ¡Dignidad! El náufrago no sabe a cuál de las dos corpóreas voces asirse para poder salvar, al menos, su alma, y quizás su maltrecho cuerpo. Duda entre agarrarse a la tabla del amor que, quizás, le arrastre a una playa silenciosa en la que podrá solazarse; o aguantar el iracundo temporal sabiendo que con toda probabilidad sucumbirá en lo más profundo del océano para quedar su cuerpo olvidado para siempre allá donde el mundo no tiene retorno y, a lo sumo, ser recordado en una lápida lejana por sus seres más queridos. El navegante escucha, en su desdicha, una voz interior que le dice: “No olvides nunca que por encima del amor está la dignidad”. El náufrago duda, pero un instinto feroz de supervivencia le hace atarse al palo de la nave y se deja arrastrar por las olas, dirigiendo su mirada hacia el cielo, porque no quiere ver el drama que está sucediendo a su alrededor.
El náufrago duda, pero un instinto feroz de supervivencia le hace atarse al palo de la nave
La historia unas veces acaba bien y el Ulises de turno sobrevive y se convierte en héroe o villano, según le miren amigos o enemigos. Y otras veces, como Aquiles, es alcanzado en su punto más débil y engullido por la muerte para siempre. Queda, eso sí, el ejemplo de una vida rota por la tempestad que, como a Kennedy, nunca le anunciaron. Pero la dignidad lo eleva a las más altas cimas de la posteridad, esa cumbre solo reservada para quienes poseen alma de dioses en sus mortales cuerpos, que hace que todas sus faltas y pecados les sean perdonados. ¿Acaso, en un mundo desconocido, resuciten las almas de los tirios y troyanos? No se qué diría el filósofo Javier Gomá de todo esto. Qué es mejor, ¿morir como Aquiles o descansar, al fin, en el regazo de Penélope como Odiseo en una casa soleada y con abundante prole? Ambas situaciones pueden ser ejemplares, según se mire. Aquiles pertenece a la estirpe de los dioses, y Ulises es hijo de los hombres. Ambos tienen ojos que no solo miran sino que ven, y tienen oídos que no solo oyen sino que escuchan. ¿Eligen? ¿Tenemos el destino marcado en las líneas de la mano (Eclesiastés) o en la genética? ¿Somos libres o, a lo sumo, gozamos de una apariencia de libertad? No conozco la respuesta ante estas extremas situaciones que, con mayor o menor intensidad, el ser humano se va encontrando a lo largo de la existencia. Pero resuenan en mi recuerdo esos hermosos versos de Espronceda que recitaba mi madre, de portentosa memoria, cuando éramos niños: “Que es mi barco mi tesoro, / que es mi dios la libertad, / mi ley, la fuerza y el viento, / mi única patria, la mar”. O esos otros de Baudelaire descubiertos en los años universitarios que se me quedaron clavados en el alma inmortal: “Homme libre, toujours tu chériras la mer! / la mer est ton miroir; tu contemples ton âme / dans le déroulement infini de sa lame, / et ton esprit n’est pas un gouffre moins amer”.
La vida que vivimos y la vida que soñamos son, de una u otra forma, así. Está llena, en ese vertiginoso recorrido, de decisiones que nos conducen por sendas divergentes. En todas hay un final que, como el mar, es el morir. La elección del camino correcto, ¿quién sabe cuál es en el preciso instante en el que se toma? Está, además, el azar que algunos llaman suerte.
Amor, dignidad, ¿son conceptos disociables?, ¿puede haber amor sin dignidad?, ¿dignidad sin amor?, ¿Aquiles sin Ulises? No lo hubo y, como consecuencia, no lo habrá. “Lo que fue / es lo que será. / Lo que se hizo / es lo que se hará”, dice Qohélet. Y es que esa voz interior que atronó en el interior del navegante solitario y que le proponía la elección de la dignidad sobre el amor podría contener una paradoja insoslayable o, al menos, imposible de descifrar. Son como un problema matemático donde se baraja la regla y la excepción. Ambas palabras, que esconden parecidas emociones, se dirigen a un mismo fin. Puede haber amor sin dignidad, desde luego. También puede haber dignidad sin amor, aunque eso es más difícil. Esta es la cuestión y este es el indescifrable enigma en el que se debaten muchos corazones.
Jorge Trías Sagnier es abogado y fue diputado por el PP entre 1996 y 2000.
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