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El emperador de los 40 viñedos

Bernard Magrez no era más que el chico de los recados. Hoy controla 850 hectáreas de viñedos Es el único que posee cuatro ‘grands crus’ entre las denominaciones más prestigiosas de Burdeos El ‘rey del gusto’ revela aquí el secreto de su éxito y cuáles son los nuevos desafíos que afronta

El bodeguero, fotografiado el año pasado en Burdeos durante la presentación de su Instituto Cultural Bernard Magrez.
El bodeguero, fotografiado el año pasado en Burdeos durante la presentación de su Instituto Cultural Bernard Magrez.PIERRE ANDRIEU (AFP)

Le gustan los negocios, la tierra, la música, el arte, la viña, el vino y la vida. Y también los olivos. Esta última pasión es reciente, sobrevenida como un amor a primera vista en tierras catalanas, mientras andaba en busca de una finca en el Priorato. De allí se llevó Bernard Magrez un viejo árbol milenario para replantar en sus tierras bordelesas. Acaso el primer testigo de la búsqueda de inmortalidad de este propietario de grandes viñedos. “A los 76 años, nunca se tiene suficiente tiempo. Tengo prisa por hacer el bien, devolver parte de lo que la vida me ha dado”, explica Magrez, señor y filósofo, en su finca original de Pape Clément (tiene otras 39), grand cru denominación de Graves, cuyas viñas perfectamente alineadas se resisten a la urbanización de la ciudad de Burdeos.

Tres banderas restallan al viento sobre la entrada. La primera contiene las armas del señor de la casa, “las llaves cruzadas de la excelencia sobre fondo burdeos”. La segunda, “una tiara papal y las llaves de san Pedro”, en homenaje al soberano pontífice Clemente V, fundador del viñedo en el siglo XIV. La tercera, el blasón del Morbihan, una referencia a los orígenes paternos. “Nunca me expresó la menor ternura”, reprocha, pero era mi padre. Decía sin cesar que yo no servía para nada. Y lo ponía por escrito, en una etiqueta que yo llevaba sujeta con un imperdible a la espalda hasta el colegio. Me mandó de aprendiz, con 13 años, a un establecimiento especializado en Luchon. Allí aprendí silvicultura, un poco de botánica y el oficio de serrar madera. Había otro chico malo como yo que se llamaba François Pinault. A él tampoco le ha ido mal. Si mi padre me viera hoy, se quedaría asombrado y orgulloso. O eso espero”.

El “granuja” encontró acogida en el tratante Jean Cordier, entonces carismático propietario de los viñedos Talbot y Gruaud Larose. De chico de los recados, es decir, simple mensajero, pasó a hacerse cargo de una pequeña tienda en declive que vendía oporto. La convirtió en una empresa enorme. Corrían los primeros años sesenta y una revolución comercial nacida en EE UU estaba a punto de llegar a Europa: los hipermercados. El primer Carrefour abrió en 1963. “Fue en Sainte-Geneviève-des-Bois”, recuerda Magrez, que llamó a la puerta de las grandes superficies a medida que se establecían. “Todas las ciudades querían tener una. Había que correr para suministrar a todo el mundo”.

Además de oporto, Magrez propuso ron. Después, ponche, tequila y, por último, un whisky, que denominó William Peel. “Fue la mejor idea de mi vida”, explica. “Partía de un concepto sencillo: Francia es el primer consumidor de whisky escocés del mundo. Yo decidí trabajar la calidad del producto, la forma de la botella, la etiqueta, y pensé un buen precio de venta”. Durante 15 años fue líder del mercado.

"La cultura con la mirada puesta en los demás es el único desafío que queda por afrontar cuando se ha ganado todo”

También compró Sidi Brahim, una etiqueta de vino marroquí, y creó Malesan, una marca de vino de Burdeos (12 millones de botellas al año). “Durante los seis primeros años estuve al borde de la ruina. Trabajaba como un esclavo. Me lo jugué todo. Siempre a doble o nada. Nunca dormía más de cinco horas, y muchas ni dormía. Tenía unos sudores fríos. Me perseguía la misma pesadilla: me veía en el juzgado de lo mercantil depositando el balance. Y después, todo fue tan rápido...”. Así llegó la fortuna, a la carrera. En 2004, lo vendió todo al grupo Castel para dedicarse a los grandes vinos. Eran cantidades menores, pero las fincas que adquirió estaban clasificadas, y las regiones, seleccionadas. “Pape Clément pertenecía a una familia de Versalles”, cuenta, “y mi suegro tenía una participación minoritaria. Primero compré esa parte, y después, el resto al dueño”. Magrez posee hoy 40 viñedos. Y un avión privado para visitarlos. Además de Pape Clément, sus etiquetas estrella son La Tour Carnet, Fombrauge, Les Grands Chênes y Poumey. Además, varios vinos en Côtes-de-bourg, Côtes de Blaye, Languedoc y la Provenza, y otros en España, California, Marruecos, Uruguay, Argentina, Japón, Chile. En total, 850 hectáreas de viñedos. De ellas, 290 de premier cru y grand cru. “No soy un coleccionista de viñedos”, dice, “me limito a perseguir la aventura del vino. Hace 15 años, la gente se mantenía apegada a un solo vino, siempre el mismo. Se variaba muy poco. Hoy va en busca de emociones nuevas. Y yo no hago más que responder a la demanda de los consumidores. Cuarenta viñedos: 40 emociones diferentes”.

Todas llevan su firma, que impone como marchamo de calidad. Cuando desembarca en una empresa nueva, su reputación de ogro devorador hace subir los precios. “Cada reunión que tenemos en el proceso negociador me cuesta 500.000 euros más”, reconoce. Magrez hace todo lo posible para quedarse con el negocio, pero, si no lo consigue, pasa a otro asunto sin ningún resquemor. Y vuelve a situarse al acecho. “Las ideas siempre están rondando. Cuando uno es su propio jefe y posee el 100% del capital de su empresa, toma las decisiones a solas y, muchas veces, va demasiado deprisa para otros. Son más bien los demás los que se atemorizan y ponen el freno”.

Magrez lee todo lo que se escribe sobre el mundo de los negocios y adora las historias de triunfadores: “Siempre hay alguna idea que tomar prestada”. También adora a la prensa y a los banqueros. La prensa porque, a fuerza de hablar de un producto o una persona, asienta su imagen en la mente del público: repetición equivale a reputación. Y a los banqueros, porque siempre han confiado en él. “Cuando comencé, en 1962”, recuerda, “hubo muchos que hicieron la vista gorda si yo no podía cumplir algún plazo”.

La serenidad llegó con la edad. “Los logros vitales se miden por lo que uno da”, repite. Después de haber coleccionado coches antiguos, bronces y pinturas flamencas (flores y naturalezas muertas de los siglos XVI y XVII), se incorporó con pasión al mecenazgo. Compró –por 2,2 millones de euros– un stradivarius que bautizó Fombrauge (uno de sus grands crus de Saint-Émilion) y se lo confió al virtuoso francés Matthieu Arama, solista de la orquesta de Burdeos. “Solo hay un centenar de stradivarius que viajen por el mundo. En su mayoría pertenecen a fundaciones. Los otros, entre 300 y 400, duermen siempre en cajas fuertes y no se tocan jamás. ¡Un derroche!” ¿Por qué amordazar a los ruiseñores? Y de ahí, a un mecenazgo que abarca la protección del medio ambiente, la investigación médica (oncología, cardiología) y las artes. Para ellas fundó el Instituto cultural Bernard Magrez, que se encarga de promover a artistas. “Se deja una huella más permanente con una fundación que con el éxito en los negocios. La cultura con la mirada puesta en los demás es el único desafío que queda por afrontar cuando se ha ganado todo”.

© Paris Match / Contacto. Traducción de Mª Luisa Rodríguez Tapia

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