La indiferencia
Solo los políticos capaces de hacer política nos sacarán de esta, pero cada vez resulta más difícil convencer a los indiferentes de que todos no son iguales.

En las últimas elecciones andaluzas, las encuestas desconcertaron a mucha gente. A mí también. Retrasé la redacción de mi columna hasta el último momento, la envié con el 10% del voto escrutado, y el saldo de un fin de semana de ansiedad fue un análisis absurdo de una realidad ficticia. Nunca más, me prometí a mí misma al día siguiente. Pero lo que no podía imaginar entonces era que hoy cumpliría esa promesa por razones muy distintas.
Ayer hubo elecciones autonómicas en Euskadi y en Galicia. A lo largo de la última semana, en Madrid, donde vivo, el tema de conversación en la calle, en el metro, en los bares, ha sido, una vez más, la crisis, seguida de lejos por la huelga de estudiantes y la mafia china de Fuenlabrada. En Barcelona, donde estuve un par de días, se hablaba de la crisis y de la independencia pero, al menos entre la gente con la que yo estuve, más de la primera que de la segunda. El viernes pasado, los titulares de los periódicos hablaban, como no, de la crisis, encarnada esta vez en Merkel y en Hollande, en la cumbre de Bruselas y en la Unión Bancaria. Sólo en las páginas interiores, aparecían Feijóo y Urkullu, ausentes en la mayoría de las portadas.
Probablemente, esta es la más grave de todas las crisis que padece España. El descrédito de la política ha cuajado en una profunda desafección popular hacia las instituciones democráticas, que la ciudadanía percibe como una fuente incomparable de corrupción. ¿Para qué interesarse por los programas de los candidatos, si ninguno cumple el suyo cuando llega al poder? Cada vez que un ciudadano piensa esto, los especuladores ganan un céntimo más, la salida del túnel se aleja algunos metros. Solo los políticos capaces de hacer política nos sacarán de esta, pero cada vez resulta más difícil convencer a los indiferentes de que todos no son iguales.
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