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África No es un paísÁfrica No es un país
Coordinado por Lola Huete Machado

¡Qué grande es el cine!

Autor invitado: Pablo Cerezal (*)

En 1987 la UNESCO declaró el ksar de Aït Benhadou como Patrimonio de la Humanidad.

Ignoramos el motivo exacto para que fuese éste, de entre los numerosísimos ksar que engalanan los gloriosos atardeceres del sur marroquí, el elegido para portar tan alto galardón. Aunque nos tememos que el motivo se reduzca a que se trata de uno de los pocos que figuran, desde hace años, en todas las guías de viaje y recorridos turísticos referentes al país vecino, tal vez por la celebridad que le proporcionó el hecho de que entre sus muros se rodaran escenas de Lawrence de Arabia, aquella joya del séptimo arte que sorprendió a propios y extraños mediados los años sesenta del pasado siglo.

Pero no ha sido la laureada película de David Lean la única superproducción hollywoodiense que ha franqueado las puertas de tan memorable fortaleza. Lo han hecho también, en tiempos más cercanos, otros artefactos más estruendosos pero de menor calidad, como La Momia o Gladiator. Para vender mejor uno de los filmes que allí se rodaron, La Joya del Nilo, se edificó la monumental puerta de entrada al recinto, y así poder desarrollar ciertas escenas de acción. A poco avispado que sea el viajero notará la diferencia entre dicho acceso y el resto del grandioso recinto.

Las poblaciones cercanas a la célebre ciudadela de adobe han vivido inmemorialmente de la agricultura, si bien es cierto que muchos de los habitantes aprendieron, con la frenética y lucrativa llegada del turismo, a desaprender las milenarias técnicas de cultivo en beneficio de pequeños negocios comerciales.

Las callejas de la ciudad moderna (antaño pequeño aduar, hoy considerable núcleo turístico) desde la que se contempla Aït Benhadou en todo su esplendor, al otro lado del río Ounila, que hace de frontera con su fortificada ancianidad, se han reconvertido con el paso de los años en escaparates en los que exponer los más diversos productos propios de la artesanía local, así como de no pocas confecciones que suplantan en sus etiquetas la personalidad de las grandes firmas de la moda occidental. Aún hay quien disfruta del supuesto “regateo” para la adquisición de productos de imitación, sólo para poder presumir luego en su país de origen de alguna prenda que epate a los poco duchos en el tema y sin haber invertido cuantiosa suma en su compra.

No hace muchos años que una de esas estrechas callejuelas desembocaba en la linde del río y en los rebuznos despavoridos de un nutrido rebaño de borricos atemorizados ante la visión de los orondos turistas que tendrían que cargar en sus lomos para cruzar la corriente y depositarlos sanos y salvos a las puertas del ksar.

Pero el progreso, evidentemente, es más veloz que los sufridos pollinos, y ha llegado a las inmediaciones de Aït Benhadou para facilitar el trasiego de viajeros añorantes de exotismos de un pasado remoto. Además, estamos hablando de una edificación galardonada con el honor de pertenecer al Patrimonio de la Humanidad, aún a sabiendas de que poca humanidad habita en aquellos que del pasado o la riqueza natural quieren hacer patrimonio.

Tal honor debería obligar, en cierto modo, a que sus instalaciones y accesos gocen de todas las comodidades posibles.

Es por ello, intuimos, que desde hace bien poco la mínima corriente del Ounila, sólo rebosante durante las escasas épocas de lluvia, puede ser atravesada cruzando un moderno puente, sin necesidad de hacer sufrir a ningún animal con la carga del peso turista, beneficiando así también la protección de una especie en vertiginoso retroceso, y perjudicando en exceso a todos los marroquíes que, al proporcionar al extranjero tan infrecuente medio de transporte, ganaban no pocos dirhams y disfrutaban de una situación económica si bien no holgada respecto a los cánones occidentales sí, al menos, suficiente para alimentar a un buen puñado de familias.

Me explicó uno de los comerciantes de las tiendas cercanas que el gobierno marroquí recibe no pocos caudales de la UNESCO para el mantenimiento del Ksar. Mirando de reojo a la omnipresente imagen del rey Mohammed VI que, a su vez, le observaba a él de reojo desde la pared más libre de cachivaches de su colmado, me aseguró también que quien dice “al gobierno” dice “a la familia real”. Al menos han construido un puente, acerté yo a contradecirle. Su respuesta fue fulgurante: “cruza el puente amigo, entra en el ksar, y ya me dirás lo que puedes ver allí dentro, ya me contarás en que se ha gastado el dinero, además de en construir ese puente que ha quitado el pan a mi hijo y muchos que, como él, ganaban la vida ayudando a los turistas a vadear las aguas”.

He de decir que la respuesta no fue ni tan extensa ni tan rebuscada, pero venía a significar lo mismo y a mí me agradan las frases largas y enrevesadas.

Decidí pues cruzar, por vez primera, ese puente, para alcanzar la orilla sobre la que se alzan, aún gloriosos, los muros del ksar de Aït Benhadou.

No hube de caminar mucho, una vez franqueada la monumental y apócrifa puerta exterior, para comenzar a escuchar las voces de los chiquillos correteando tras los del incauto viajero, y ver cómo se comenzaban a extender ante mí los mil y un productos artesanos que los habitantes del ksar guardan en el interior de sus muros, en lo que aún son sus viviendas.

El remedo de laberinto que supone el desmadejado perímetro inferior de la fortaleza, se presenta poblado de tenderetes en los que se exponen mil y una baratijas de las que hacen las delicias de los turistas menos exigentes.

Lámparas de cuero mal repujado, sortijas en que se engarzan piedras de dudosa pureza, apócrifos fósiles adheridos a bastos pedazos de pedernal, extensas y coloridas alfombras voladoras de nudos mal rematados, y un infinito de llamativos productos que pretenden captar la atención de los que ingresan sin previo aviso en su lóbrego callejero de barro e historia.

No sé si es la manera que tienen los marroquíes que habitan en el interior del ksar de ganar el sustento, o la mejor forma que encuentran para evadir la mirada curiosa. Porque, si de curiosear se trata, sólo es preciso que te intereses por una pulsera, por ejemplo, para encontrar refrescante cobijo en el interior de una de las habitaciones de barro en que se guarda la mercadería, saboreando un tórrido té a la menta y departiendo amigable, con el vendedor, el precio del objeto de tus deseos.

Es entonces que consigues llevar la charla algo más lejos y es entonces que descubres quenumerosas familias aún habitan las estancias que la asimetría perfecta del ksar permite en su interior. Familias con hijos en edad escolar y abuelos en edad mortuoria. Familias completas de más de tres generaciones habitando los restos maltratados de una monumental edificación que se ganó el honor de pertenecer al Patrimonio de la Humanidad.

Abderrahim es uno de los muchos antiguos labriegos que hoy habitan el ksar de Ait Benhadou. Me asegura que las autoridades municipales insisten siempre en la necesidad de mantener las cercanías de su vivienda libres de suciedad y desechos, para no espantar al turista. También asiente, con equívoca sonrisa, cuando le insinúo que debería su familia, por tratarse de una de las pocas que aún habitan los desangelados rincones de la fortificación, recibir algún porcentaje del dinero que la UNESCO proporciona al Reino de Marruecos para el sostén y conservación del monumento.

Al punto está, mi interlocutor, de comenzar lo que tiene visos de reivindicativa confesión, cuando el sollozo resfriado de Anass, su hijo menor, desentumece la humedad oscura que brota de la estancia interior, ésa en que guardan las vasijas de barro que pretende vender Adderrahim a los incautos viajeros para mejor alimentar a su prole. Anass es el menor de cinco hijos, me explica, y cuando vivían en una casa de campo de las laderas aledañas, antes de que el gobierno decidiera derribarlas para mantener más puro el paisaje que rodeaba el ksar, podían comer sano, todos, únicamente con los productos del huerto que entre su mujer y él mantenían frondoso. Después, devastado su hogar por aquella imprevista tempestad desatada en los palacios reales, vinieron al ksar y, tras derribar varias históricas paredes, prendieron cobijo en esta fortaleza Patrimonio de la Humanidad.

Caso de tornarnos filosóficos o reivindicativos, nos preguntaríamos cuál es la porción de Humanidad que esconde el vaso sagrado del tiempo a la sombra del barro inmemorial de Aït Benhadou.

Pero de nada valen filosofías ni morales. Mejor ascender las enrevesadas callejas y observar, como un día hiciese Peter O'Toole, aquel falso Lawrence de Arabia, el glorioso espectáculo de las inmediaciones.

A lo ancho y largo de todo Marruecos pocas visiones más grandiosas podemos hallar. Lo mismo pensarían los integrantes del jurado de la UNESCO culpable (junto a la superproducción cinematográfica) del galardón que dota a Marruecos de réditos suficientes para mantener en pie el ksar de Aït Benhadou.

(*) Pablo Cerezal, escritor, viajero, colaborador en distintas ONG y conocedor de Marruecos. Ha publicado su primera novela, Los Cuadernos del Hafa, cuya historia transcurre en el país vecino. Es autor de los blogs Postales desde el Hafa y Vislumbres de El Dorado. Realiza colaboraciones literarias y de crítica cinematográfica en diversos medios online.

Comentarios

Me parece una inmersión muy agradable y un viaje muy apetecible, brindo por ese próx. Te que prometo tomarme allí.
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