Cinco propuestas para el Tribunal Constitucional
En la reforma que sugiero, el Congreso y el Senado elegirían cada uno a seis miembros
La primera de las propuestas que planteo para el Tribunal Constitucional es la de conseguir que sus magistrados rindan más, aprovechando mejor que hasta ahora su tiempo disponible, lo que no requiere cambiar la Constitución ni incrementos presupuestarios. Solo precisa de un presidente o presidenta con redaños que ponga orden en la casa y acabe con dilaciones tan exasperantes como habituales. Por ejemplo, el que la ley civil sobre el matrimonio homosexual, que es de 2005, haya tenido que esperar siete años para ser evaluada por el Tribunal no tiene perdón de Dios, no hay derecho. Además, quien mande habrá de hacer respetar el orden del día, impedir que el punto de que se trate se empantane durante meses y evitar que las deliberaciones se filtren a los medios de información, que es un asunto para sonrojarse.
El Tribunal como institución todavía paga las agonías de su sentencia sobre el Estatut de Catalunya, a lo largo de cuya deliberación inacabable llegó a darse el caso surreal de un magistrado que enviaba cartas al director en las cuales corregía indignado las versiones que, de su voto putativo, venían adelantando los diarios antes de que la resolución fuera finalmente dictada, un aciago 28 de junio de 2010, no lo vayan a olvidar, por favor, que ningún colega mío alemán o norteamericano ha dado jamás crédito alguno a mis palabras cuando les he contado la pavorosa anécdota, cómo diablos quieren ustedes que luego nos compren la deuda pública o confíen en nuestro país y sus instituciones. Luego ha pesado mucho sobre el Tribunal el menosprecio de la clase política por los honrados magistrados salientes, desazonados por haber tenido que permanecer en él cuatro años más sobre los nueve de su mandato constitucional. Nadie puede trabajar de modo óptimo cuando está en una precariedad política perfecta.
El Tribunal estaría muy bien en una ciudad pequeña como Segovia o Jaén
En segundo lugar, creo que los magistrados deberían disponer de un mandato máximo más largo, acaso de hasta 12 años como sus colegas alemanes, en lugar de nueve. Ganarían sosiego. Esta segunda propuesta, aclaro, requiere una modificación del artículo 159 de la Constitución. Y, puestos a hacer, cabría aprovechar la reforma para cambiar todo el sistema de designación y de renovación del Tribunal: ahora el Congreso elige a cuatro magistrados; el Senado, a otros cuatro; dos son designados por el Consejo General del Poder Judicial y dos más por el Gobierno. Tal manera de hacer facilita el mercadeo en las cúpulas políticas que designan a los magistrados, pues los lotes de cuatro o de dos facilitan el reparto de las plazas por colores ideológicos, uno para cada uno, dos o tres de los míos contra uno o dos de los tuyos, etcétera. Para romper el conjuro propongo concentrar los nombramientos en las dos Cámaras parlamentarias y fijar una edad de jubilación, como también ocurre en Alemania. Es decir, el mandato de 12 años sería el límite máximo, pero cada magistrado se jubilaría el último día del mes en que hubiera cumplido una cierta edad, sea cual fuere esta, acaso la bíblica de 70 años o la cardenalicia de 75. Prefiero la primera, pues un Tribunal Constitucional ha de evitar la gerontocracia, cuestión ya insoluble del Supremo federal estadounidense, con sus magistrados vitalicios. En la reforma que sugiero, el Congreso y el Senado elegirían cada uno a seis miembros. En Alemania, el Bundestag, su Cámara baja, tiene un comité de elección (Wahlausschuss) que funciona muy bien y cuyos miembros eligen a un nuevo magistrado cuando alguno se retira por haber cumplido la edad — allí son 68 años—. La jubilación obliga al Parlamento a nombrar al sucesor inmediatamente después de que se haya producido la del antecesor, circunstancia que dificulta el cambalache de tu candidato por el mío y que ayuda a designar al mejor de los nuestros. Además, el vigente sistema español de renovación del Tribunal por tercios cada tres años disloca la institución y dificulta su buena gestión, pues sus magistrados están en rodaje permanente: siempre hay tres o cuatro que acaban de llegar y otros tantos que están a punto de irse.
La tercera reforma, el cambio de sede. Ya la propuse hace bastantes años, sin éxito. Pero el Tribunal, insisto, estaría muy bien en una ciudad pequeña como Segovia, Jaén, Santiago de Compostela, Tarragona o Teruel. Los europeos tenemos nuestro Tribunal Europeo de Justicia en Luxemburgo, no en Berlín ni en París; los alemanes tienen su Constitucional en Karlsruhe; los estadounidenses el suyo, en Washington y no en Nueva York. Una sede excéntrica da pie a la reflexión meditada. Y aunque no me hago ningún género de ilusiones, prevengo con lealtad constitucional: la concentración de poder siempre acaba por resultar implosiva.
La cuarta propuesta está en la línea de la primera: los magistrados habrán de esforzarse un poco más en escribir más partes de sus sentencias de propia mano y en redactarlas todas del modo más sencillo posible. Hay demasiadas sentencias de letrado, es decir, muy sustancialmente redactadas por los buenos letrados del Tribunal Constitucional, sin cuya ayuda ningún Tribunal de esta naturaleza puede funcionar. Mas la redacción de las sentencias es responsabilidad primaria de juez, no de letrado. Uno cree, modestamente, que ha de haber menos acarreo de precedentes abstrusos, menos recorte sobresaltado de otras sentencias, menos manos en fin. A los plenos hay que acudir con una ponencia redactada de puño y letra de su firmante no con una cuartilla, como acaso podría haber ocurrido en alguna ocasión. Añoro las ponencias y votos particulares de grandes escritores como Francisco Rubio Llorente, por solo citar a uno entre los ya retirados. Y aunque no siempre coincido con las decisiones del magistrado norteamericano Antonin Scalia, su pluma acerada fulge como un estilete que el lector reconoce al instante. Un efecto no menor de la redacción personal es que el autor se ha de ocupar más del fundamento en derecho de la resolución que propugna y menos de su control ideológico.
No se trata, naturalmente, de que el Tribunal haya de dejar de ser un órgano llamado a resolver las cuestiones básicas de nuestro concierto político, pues sus magistrados no son jueces ordinarios, sujetos primariamente al imperio de la ley, sino árbitros de la adecuación o inadecuación de la ley a la Constitución y esta admite entendimientos honestamente enfrentados en casi todo. Pero los magistrados del Tribunal Constitucional son solo juristas, expertos en derecho y en nada más. Por ello, mi quinta y última propuesta pediría una doctrina constitucional parecida a la que todavía no hace 20 años estableció el Supremo federal estadounidense en un caso de 1993: en una sociedad tecnológicamente avanzada la tutela judicial efectiva requiere que los tribunales filtren la solidez y credibilidad científica de los expertos que las partes o el Estado mismo presentan en apoyo de sus pretensiones. Esta es una petición hija de la modestia: quienes no sabemos nada más que un poco de derecho hemos de pugnar por contar con los mejores en ciencia, en tecnología, en ciencias sociales, en humanidades. Lo peor que le puede ocurrir a un tribunal, como a cualquiera de nosotros, es creerse en posesión de la verdad.
Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil en la Universitat Pompeu Fabra.
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