¿Todos extraterrestres?
En la campaña al elector francés no se le está responsabilizando sino infantilizando
“Me doy cuenta de que no hemos hablado de política exterior. Lo dejaremos para una próxima vez, si tenemos tiempo suficiente” (radio France Inter, el domingo 11 de marzo por la mañana)
La machacona fórmula cierra todos los debates, todas las entrevistas, todas las ceremonias radiofónicas y televisivas: los cronómetros son así, impiden evocar el mundo circundante. En la campaña presidencial que tiene lugar en Francia se actúa con el teatro lleno. Azuzados a rivalizar, los candidatos, pequeños o grandes, se ponen de acuerdo para no transgredir los límites de un espacio cerrado.
Si alguno menciona el más allá de las fronteras es para vender mejor su vacuo concepto de “desmundialización”. Incluso los europeos convencidos, de todos los partidos, enfrían su fervor y su audacia. Los temas de la Europa colador, burocrática y consagrada a la austeridad empobrecedora tienen mucho éxito: los consejeros de nuestros príncipes se basan en el predomino de un cuerpo electoral supuestamente esquivo y hostil. Y ciertamente inquietan un poder de compra precario, el desempleo en alza, las deslocalizaciones de los medios de producción y la inseguridad, pero ¿de dónde surge la descabellada idea de tratar esos problemas mayores como si los países vecinos y los demás continentes ya no tan lejanos no existiesen (a excepción de una Alemania alternativamente representada como hada o como ogro)? Siendo la número 5 de la economía mundial y la número 2 de la europea, ¿habrá inventado Francia el “capitalismo en un solo país” del modo tan perentorio en que los estalinistas de antaño fantaseaban con la fortaleza socialista asediada, con puertas y ventanas cerradas a cal y canto?
No va a ser la Francia autista la que sabrá afrontar los peligros y las oportunidades de una sociedad mundial globalizada
Solamente somos sesenta y tantos millones entre los ya 7.000 millones de humanos en plena mutación, que interfieren, queramos o no, amablemente o brutalmente, en nuestras existencias. He seguido atentamente las “primarias” socialistas con una estupefacción creciente. En tres sesiones televisadas de hora y media, ninguno de los competidores se atrevió a hacer la menor reflexión sobre lo que se ha convenido en llamar la “política extranjera”. Lo que hubiera sido lógico en la logorrea de los líderes de extrema izquierda o de extrema derecha, apóstoles de un proteccionismo implacable y promotores de una nación solitaria y gélida, se volvía asombroso al concernir a los eventuales impetradores de la función suprema, ¿acaso no viajarán sino para inaugurar lejanos crisantemos?
Por una extraña y clandestina complicidad, los grandes partidos se ponen de acuerdo para no decir lo que piensan sobre las primaveras árabes, sus otoños y sus posibles veranos; se ponen de acuerdo para no hablar nunca de Putin, su mandato vitalicio y su acoplamiento con el PC chino en inimaginables récords de corrupción; no dicen ni palabra sobre Irán, su tiranía teocrática y su bomba…Los peligros que apasionan a la actualidad internacional no deben enturbiar la sopa. Hemos conocido a un Nicolas Sarkozy más locuaz, más enérgico (en Georgia, en Libia). En el horizonte de su “discurso de Grenoble”, al abordar la invasión de los rumanos y de otros malditos sin tierra —falta moral y error estratégico— liba en los parterres de Marine Le Pen. ¿Olvidado el 2007 y su exigencia de una política mundial que pase por el respeto a los derechos humanos? Hoy Hollande lleva la voz cantante y los 10 años que pasó como jefe del PS desembrollando sus peleas internas demuestran cómo el mundo exterior le resulta perfectamente exterior. Toma y daca, Izquierda y Derecha se administran mutuamente una plena y entera absolución. La venta por Nicolas Sarkozy de barcos de guerra y lanchas de desembarco Mistral al tan pacífico ejército ruso, ávido de reconquistas en los perímetros del imperio, Hollande no la tiene en cuenta, al menos nada dice de ella. Los camaradas Mubarak, Ben Ali y Gbagbo siguieron siendo miembros de la Internacional Socialista hasta el día en que se derribó su trono y nadie dice ni pío en el UMP, donde se finge ignorarlo. Fuera de nuestro coto privado nada importa.
La función soberana —la pretendida “área reservada”— de un presidente de la República francesa implica la gestión de los intereses y los ideales de Francia en el mundo. Sarkozy se ha aplicado a esa tarea, a veces feliz, a veces desgraciado, y otras perdido. ¿No ha sacado ninguna conclusión? ¿Ninguna reflexión que transmitirnos? ¿Y qué piensa de ello Hollande, amurallado en su mutismo? Hoy, en Siria, Assad masacra una ciudad tras otra, China y Rusia bloquean toda decisión de la ONU, mientras Teherán y Moscú arman al asesino. ¿Nada que declarar al respecto de ese eje dañino? ¡Rompan filas! Al elector francés no se le está responsabilizando sino infantilizando. Un tiovivo de bling bling, Bolloré y Le Fouquet gira ante él hasta la náusea. La Tierra, mientras tanto, sigue girando con sus buenas y malas noticias.
El nuevo mundo que se inflama al exterior de nuestra comatosa campaña merece que los candidatos nos precisen lo que está en juego
Acurrucado en sus problemas familiares, el país dimite. No va a ser Angela Merkel sola la que salve a Europa, demasiado proclive como es —digna heredera del excanciller Schroeder vendido a Gazprom— a privilegiar la alianza rusa, su petróleo y su gas, en perjuicio de los “pequeños europeos” del Este que el Kremlin pretende colonizar de nuevo. No va a ser Obama solo quien arregle los conflictos y las guerras que amenazan, se muestra demasiado dedicado a retirarse del negocio creyendo así minimizar los riesgos. Y, tristemente, no va a ser la Francia autista que se nos ofrece la que sabrá afrontar los peligros y las oportunidades de una sociedad mundial intrínsecamente globalizada.
Desde el hundimiento universal del comunismo como realidad y como aspiración, la nueva mundialización revienta en todas direcciones. Trastorna milenarios equilibrios geopolíticos, sociales y mentales, proyectando en la producción y en los intercambios modernos a miles de millones de individuos, a chinos, indios, brasileños, etc. Semejante tsunami nada tiene de idílico. Explotación salvaje, nihilismo y destrucción alcanzan su punto culminante, mientras que poblaciones inmensas se fijan en su propia condición con ojos decepcionados. Se rebelan por su subsistencia, su dignidad, su porvenir. Comienzan a hacer caer despotismos que se creían garantes del orden por la fuerza de las armas, la mentira, la prevaricación y los prejuicios étnicos o religiosos. Hasta los faraones rojos de Pekín se inquietan, mientras la cleptocracia putiniana hace agua.
Dejémonos de lamentaciones. El nuevo mundo que se inflama al exterior de nuestra comatosa campaña presidencial merece que nos zambullamos en ella con audacia y que los candidatos nos precisen lo que está en juego. ¿Acaso no fue en nombre de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad como se barrieron los vestigios del fascismo en España, en Portugal y en Grecia, mientras que la otra parte del continente, de revueltas en levantamientos, disolvía el imperio rojo? Después de haber inventado la guerra total y la revolución totalitaria, Europa, en la segunda mitad del siglo pasado, nos preparó el antídoto, el espíritu de una disidencia antidespótica que se extendió desde Praga (Carta 77) hasta Pekín (Carta 08). La Unión Europea encarna a los ojos del mundo un área privilegiada de democracia y de prosperidad. Prosperidad relativa y frágil, ciertamente. Democracia por perfeccionar, por extender y por defender, de acuerdo. He aquí un programa para el siglo en curso, lejos del “declivismo” absurdo y suicida de las izquierdas y las derechas francesas…Abramos las ventanas, hay un viento de libertad que despierta los ánimos y derriba los tabús, ¿debería Francia renunciar a él para encerrarse viva?
André Glucksmann es filósofo francés.
Traducción de Juan Ramón Azaola
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.