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DAGUERROTIPO: MICHELLE OBAMA
Columna
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Plantar alcachofas en la Casa Blanca

"En el camino hacia la Casa Blanca, Hillary Clinton se cruzó con Michelle Obama. El contraste entre las dos mujeres es digno de la más envenenada sociología"

Manuel Vicent
Ilustración de Michelle Obama.
Ilustración de Michelle Obama.EDUARDO ARROYO

"Tiene una hermosa voz”, dice Michelle Obama de su marido, “y a mí me canta muy a menudo”. Puede que el becario Barack la enamorara por el oído cuando la conoció en el bufete de los abogados Sidley & Austin, en Chicago, donde ella trabajaba. La voz del presidente Barack Obama es oscura y aunque hable de política, de derechos sociales, incluso de inevitables bombardeos, tiene la cadencia de un blues. Sus discursos fluyen con ritmo sinuoso, a veces sincopado, al que solo le falta acompañarlo con los golpes contra la tapa del libro sagrado para crear el contrapunto, como lo hace un predicador negro de cualquier capilla de Harlem en los oficios religiosos del domingo.

Frente a este swing envolvente de Barack Obama, que oscila en torno a un eje interior, la sensación que da Michelle es la contraria. Esta mujer parece una roca afirmada en el suelo, fuerte e inconmovible. Basta con ver a la pareja bajar por la escalerilla del avión presidencial. Barack desciende con un trotecillo muy flexible, doblados los brazos junto a la cintura, sonriendo de lado. Al instante aparece su esposa detrás, en la puerta de la aeronave, con la sonrisa abierta a merced de una dentadura insoslayable, con sus caderas potentes y firmes, como las de una maternidad arcaica. De hecho, las divinidades más antiguas fueron femeninas y negras. El poderío físico parece estar en manos de esta mujer.

Las primeras damas de Estados Unidos han dejado, cada una, un rastro distinto, más allá de cambiar las alfombras, tapizar los tresillos, empapelar las paredes de la Casa Blanca y dejarse vestir por un determinado modisto. Eleonor Roosevelt fue escritora, diplomática, intrigante, envuelta en una sexualidad turbia; la mujer de Eisenhower, la famosa Mamie, transformó el triunfo de la Segunda Guerra Mundial en una sonrisa bondadosa de arroz con leche; Jacqueline Kennedy, esnob, afrancesada, se dedicó a coleccionar artistas e intelectuales mientras el presidente fornicaba por los ascensores, una al día, como en la dieta de la manzana; lady Bird, la mujer de Lindon John­son, tuvo un perfil de siniestra señora Macbeth con el cadáver de Kennedy a la espalda; luego están Rosalynn Carter, anodina; Barbara Bush, superpetrolera tejana; Nancy Reagan y Laura Bush, con estilo de muñecas Barbie, capaces de hacer inmejorables tartas de calabaza.

Hillary Clinton ya fue otra cosa: un extraño caso de feminista y esposa humillada por el manirroto sexual de su parido, un trauma que superó solo por la ambición. Su inteligencia se midió frente a la magia social de su contrincante demócrata Obama y perdió la nominación. En el camino hacia la Casa Blanca se cruzó con Michelle, y el contraste entre las dos mujeres es digno de la más envenenada sociología. Después de haberse dejado las uñas arañando el poder, Hillary Clinton conocía todos los trucos y atajos de la política, pero frente a su experiencia profesional Michelle Obama representaba, incluso por su figura física, el impacto de la naturaleza, una sensación terrenal, despojada de cualquier vicio. No importaba que esta mujer, hija de un simple trabajador de los servicios hidráulicos de Chicago y de un ama de casa, por su esfuerzo personal se hubiera licenciado en Princeton para graduarse después en Derecho por Harvard. Su marido había nacido en Hawai de un padre intelectual africano y de madre blanca, educado con incrustaciones musulmanas en Indonesia; en cambio, Michelle viene desde el fondo de la esclavitud, negra por los cuatro costados, de una estirpe que ha pasado el control de calidad a lo largo de innumerables sacrificios. Si sus antepasados, negros esclavos, levantaron la Casa Blanca, la llegada de esta mujer a sus salones es el último desafío de la historia.

Una primera dama de Estados Unidos debe aportar su estilo, adscribirse a una causa, de acuerdo con la bondad universal. Michelle Obama ha decidido crear una huerta ecológica, un jardín comunitario en la trasera de la Casa Blanca, que sirva de ejemplo de una dieta sana, de una vida natural. Dedicarse a plantar y cultivar rúcula, repollo, brócoli, guisantes, zanahorias y alcachofas a la sombra del Ala Oeste mientras en el Despacho Oval se prepara una lluvia fértil de acero sobre Irán puede ser una idea revolucionaria. Los niños norteamericanos están demasiado gordos. La obesidad infantil es ya un escándalo social. También Michelle Obama tiene una tendencia a engordar y ha tomado la iniciativa contra la grasa propia y ajena. Está muy vigilada. Un día fue sorprendida devorando una hamburguesa y tuvo que arrepentirse de ese pecado. No obstante, ahí están sus potentes caderas, de maternidad arcaica, como dos asas donde el presidente Obama puede agarrarse cuando la historia comience a temblar bajo sus pies.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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