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Tribuna
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¿Para qué otra reforma de la ley del aborto?

Nuestra sociedad ya no está dispuesta a obligar a una mujer a tener un hijo

Manuel Cancio Meliá

Hace algunos días, el ministro de Justicia anunció que una de las medidas a impulsar por el nuevo Gobierno sería la reforma del delito de aborto con consentimiento de la gestante, apartando la regulación penal del sistema mixto de plazo e indicaciones que se introdujo, por la anterior mayoría parlamentaria, en la Ley Orgánica 2/2010. En este caso –a diferencia de la cuestión del matrimonio homosexual–, la iniciativa legislativa no esperará a que el Tribunal Constitucional se pronuncie sobre el recurso de inconstitucionalidad promovido por el Partido Popular contra dicha ley. La modificación fundamental consistirá en regresar a un sistema de indicaciones, "un sistema que funciona en los grandes países occidentales y creo que es lo que el Tribunal Constitucional nos dijo que tenía que hacer el legislador".

La gran importancia que atribuyen ministro y Gobierno a esta reforma se observa en lo temprano del anuncio y en la afirmación del primero de que "lo más progresista que he hecho en mi vida política es defender el derecho a la vida". La idea básica subyacente es que la LO 2/2010 no protegería a la vida en gestación durante el período de 14 semanas en el que atribuye a la mujer la decisión sobre la interrupción del embarazo, mientras que el sistema de indicaciones –es decir, la definición en el texto de la ley de algunos supuestos en los que el aborto sería impune– sí lo haría.

Hay buenas razones para pensar que esta propuesta de reforma legal no aclara ciertos elementos de confusión existente en el debate público sobre la interrupción voluntaria del embarazo.

Lo que se discute es criminalizar a la gestante y al personal sanitario que le asista

Por un lado, las pasiones que desata esta cuestión (es una de esas preguntas básicas en las que existe una verdadera fractura en muchas sociedades) han conducido a que determinadas figuras retóricas desdibujen permanentemente lo que se debate: no es si la interrupción voluntaria del embarazo es positiva o negativa, algo moralmente aceptable o aborrecible, si resulta intolerable para el "derecho a la vida" o si se debe entender que forma parte de la "libertad de las mujeres". De lo que se trata es de si se criminaliza la conducta de la mujer que consiente en el aborto y de quienes, a su petición, lo practican. No se trata de otra cosa distinta de si se considera que interrumpir una gestación es un delito, y, en su caso, en qué supuestos.

Por lo tanto, lo que hay que decir para plantear correctamente la reforma es: se estima necesario, para proteger al fruto de la concepción, convertir en delincuentes a la gestante y al personal sanitario que le asista. Que esta confusión está presente no solo en el debate político queda manifestado en el hecho de que una muy reciente encuesta, publicada en este diario, arrojara el resultado de que, por un lado, un 43% de los encuestados desee un sistema de indicaciones (es decir: el aborto como un delito, con algunas excepciones); pero al mismo tiempo, el 75% de esos encuestados opina que debería poder decidir la gestante con libertad, y solo un 17% opina que la gestante debía ser sancionada.

Por otro lado, parece que la nueva propuesta se presenta como si desde 1985, cuando se estableció la regulación de indicaciones a la que el ministro dice querer regresar, no hubiera pasado nada. El Tribunal Constitucional construyó en la sentencia que el ministro invoca –la STC 53/1985– una solución en dos planos. En primer lugar, sumándose a la posición adoptada en otros países europeos, estableció el punto de partida básico: el fruto de la concepción ni es valorativamente irrelevante (un asunto privado de la gestante) ni puede equipararse a la vida de los ya nacidos (aborto igual a asesinato). Por el contrario, la vida del nasciturus es un bien a proteger –también a través del Derecho penal– que entra en conflicto con la libertad de la gestante de no ser madre. En suma: el punto de partida es el reconocimiento de una situación de conflicto en la interrupción voluntaria del embarazo.

En segundo lugar, se estableció entonces también una concreta solución al conflicto: solo hay suficiente consideración de la vida del fruto de la concepción si su destrucción se deja impune exclusivamente en tres casos especialmente graves: violación; malformaciones/taras; peligro para la salud de la madre.

¿Qué pasó después? A lo largo de los años transcurridos, fue cambiando paulatinamente la perspectiva de la sociedad española sobre la resolución del conflicto. Fue imponiéndose lentamente la convicción de que, más allá de esos tres supuestos concretos especialmente graves, no puede obligarse a la gestante a continuar con el embarazo, al menos, durante el primer trimestre. Sin embargo, no se procedió a adaptar la ley a la nueva realidad social: se optó por mantenerla formalmente, es decir, por la hipocresía. Con el tiempo fue aceptándose, mientras todos miraban hacia otro lado, que se incumpliera masivamente la regulación de indicaciones, haciendo entrar cifras desorbitadas (más del 97%) en la indicación de riesgo para la gestante. Nadie dijo nada durante años –tampoco los dos Gobiernos anteriores del Partido Popular.

La solución mayoritaria en Europa es que la mujer decida en una primera fase 

Está claro que esta hipocresía ha tenido costes. Por un lado, generó la convicción de que la ley no importa, que siempre hay una trampa, incluso en materia tan grave. Por otro, posibilitó (eso sí, pagando y en centros privados, no en los públicos, donde sí se cumplía la ley de indicaciones, aunque no la obligación de atender a las gestantes en varias comunidades) que en España todo fuera posible en esta materia; que aquí se practicaran interrupciones impensables en países con sistema de plazo.

Con independencia, pues, de toda valoración moral del aborto, queda claro que la LO 2/2010 simplemente vino a poner orden en la regulación ante una realidad que la había superado flagrantemente. A reconocer que ya no somos una sociedad en la que la ciudadanía esté dispuesta a obligar –bajo amenaza de pena– a tener un hijo a una mujer. Respetando el consenso acerca de que no cabe aborto libre porque se trata de un conflicto, se optó por la solución que se ha impuesto en Europa muy mayoritariamente (no se entiende cómo el ministro puede afirmar lo contrario, es fácil de comprobar): que decida la gestante el conflicto, en una primera fase, quedando después solo casos excepcionales.

Por ello, es fundamental que el Gobierno aclare para qué quiere la reforma. ¿Para regresar a la hipocresía y el incumplimiento masivo de la ley penal? ¿Para perseguir a la gestante que decide interrumpir su embarazo, por ejemplo, porque está desempleada, sin pareja y sin recursos? ¿En serio?

Manuel Cancio Meliá es catedrático de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid

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