Veranos en ruta y con niños
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Google y “viajar con niños”. 3,2 millones de resultados. Echando un vistazo rápido, los primeros son clubes de viajes, agencias especializadas, hoteles especializados, sugerencias de planes especializados y foros especializados. Todo “especializado” y con un tono como si las vacaciones fueran un reto o una carrera de obstáculos: cómo entretenerles, o que les entretengan, cómo darles de comer lo que les gusta, qué pasa si pasa algo, cómo soportar las horas de vuelo… Frases como “el infierno de los viajes en coche”. De cría viajé cada verano. Cuatro personas, primero en un Citroën 2CV y luego en un Renault 4 y siempre de camping recorrimos toda Europa: de Portugal a Yugoslavia pasando por Dinamarca. Nunca pisé un hotel. Ni cogí un avión. La paga doble de mis padres daba para 20 días en las que no entraba tanta preocupación. Carretera y manta. No lo cambiaría por nada del mundo.
Será que acabamos criando como nos criaron: nosotros viajamos, tanto como nos dan las vacaciones y la doble, desde que las dos enanas tienen meses. Sumando sentido común a la carretera, la manta y las horas de vuelos se puede hacer casi de todo. Claro que la “especialización” brilla por su ausencia. Ahí van algunas recomendaciones, fruto de la experiencia: de entonces y ahora.
Hasta los dos años volar es gratis. Ni tan mal si se trata de vuelos transoceánicos. Si se llega pronto a embarcar, vale la pena coger los primeros asientos de cada bloque del interior del avión. Para niños de hasta 10 kilos algunas compañías te montan una cuna que va pegada a la pared.
¿Dónde ir? Destinos que generan recelo por no pertenecer a lo que se viene a considerar el primer mundo (Norte de África, Caribe, los de Asia que llevan más años recibiendo turismo) tienen otras grandes ventajas para viajar con niños: una de las principales es precisamente la presencia de críos por todas partes y a todas horas. A la que paras un minuto, los tuyos y los de allí se han puesto a jugar mientras te tomas una cervecita y planeas la siguiente etapa del viaje.
Los niños son un gran pasaporte. Situaciones en las que lo tendrías jodido (un restaurante sin mesa cuando en la calle diluvia, un tranvía en el que no cabe ni un alfiler mientras cae una nevada), resultan mucho más sencillas con niños. No sabes cómo, te hacen un hueco: para ti, el carrito de la pequeña y la mayor que duerme en brazos.
Dos maletas y punto. Una para las niñas y otra para nosotros. Lo que no cabe, no cabe. Si no cabe un jersey es que sobra una camiseta.
La mochila de juguetes y cuentos. Limitados en número, un muñeco, el Uno, ¡sagrao!, colores, tacos de post-it, y a nosotros nos funciona mucho llevar algo parecido a lo que en mi época se llamaba telesketch (una especie de pizarra con la que se entretienen ellos y triunfa cuando juegan con otros críos). Respecto a los cuentos, tener en cuenta que alguno compraremos durante el viaje: en mi opinión es el mejor souvenir para un crío.
Globos. De cuantas más formas, mejor. Triunfan en los países en desarrollo. Es un juguete-regalo barato, que no pesa ni ocupa, no ostentoso pero que nos ha dado grandes tardes en el quinto pino.
El botiquín. Amalia Arce, La Mama Pediatra, le dedicaba el otro día un post en uno de los dos blogs en los que escribe, el del Hospital de Nens de Barcelona. Afortunadamente vuelve intacto la mayoría de las veces. En destinos como los citados anteriormente, nosotros solemos regalarlo a la gente que conocemos en los últimos días.
Hotel, la última opción. Depende de la oferta del país, pero cualquier alternativa funciona mejor que las limitaciones físicas de una habitación de hotel (descartados también, cuestión de gustos, los hoteles familiares). Los niños necesitan espacio, mejor un camping (hoy en día tienen de todo y no hace falta ni llevar tienda, las hay de alquiler o bungalows que son un lujo), casas rurales, guest houses, bed & breakfast, casas particulares, granjas, escuelas-residencia, albergues (por Europa tienen habitaciones familiares, amplias y bien equipadas y con zonas comunes súper cómodas).
Intentar tener atadas las noches con un par de días de antelación. No siempre es posible, pero a mi me tranquiliza bastante. Es un agobio ver que se echa la tarde encima y no tienes donde dormir. Una niña tiene hambre, la otra va meada hasta arriba, prefieres tirar y no parar… la histeria está servida.
Kit de ruta. Agua, galletas, galletas de maíz, toneladas de pañuelos de papel, cuentos y ropa de recambio. Nunca he comprendido por qué los niños se enguarran tanto en el coche. Hay quien lleva DVD o CDs de canciones infantiles. Yo me niego a semejante taladro de fondo. Si quieren, ya canto yo.
Mañanas de actividad o ruta, tardes de juego. Las tiradas de coche, excursiones o visitas urbanas, por la mañana. Es conveniente llegar a “casa” a media tarde para tener un buen rato de tranquilidad (baños, juegos, planes para el día siguiente…) antes de hacer la cena o ir a cenar.
Días de no moverse. Si es un viaje de cambiar constantemente de lugar y alojamiento, destinar una jornada de vez en cuando a no hacer nada. Es el momento de dejarles elegir qué quieren hacer entre un par de opciones.
Nunca aire acondicionado en países muy calurosos. El choque con la temperatura exterior es fatal. Mejor ventanillas abiertas y a sudar, que elimina toxinas.
Siempre hay un parque o una plaza delante de los museos. A parte de que los centros culturales no son el peñazo que eran y ofrecen visitas guiadas para familias, no hace falta que la familia entera se tire horas y horas recorriendo salas. Se puede entrar y salir, ahora unos, luego otros.
¿Y qué comerán? La pregunta inevitable. Pues lo que coman los bebés y los niños allí. En Cuba, la mayor, que tenía año y medio, se alimentó todo el viaje de malanga, un tubérculo hervido parecido a la patata que es el plato nacional para los críos: malanga con pollo, malanga con pescado, malanga con leche, malanga con malanga… dependía de la casa particular en la que nos alojáramos. En Marruecos hay sopas, en países del África negra o Asia, cereales o mandioca.
Que participen en el diario de viaje. Con uno propio o todos en el mismo cuaderno. En mi mochila nunca falta una libreta de tapa dura y un estuche con rotuladores, tijeras y pegamento.
Crear expectativas. La Torre Eiffel de noche, los acantilados de Dinamarca, el puente de Mostar, el olor de Fez, los canales de Venecia, Finisterre, la montaña de la Paramount, los glaciares de los Alpes… no sería capaz de decir si tengo más grabada la imagen en sí, o el cosquilleo de la primera imagen después de todo lo que me habían contado.
El diccionario de frases hechas. Sea cual sea el idioma, ¿a quién no le gusta aprenderse las frases básicas?
El valor de darles un plano. Si nos ven todo el día con el mapa en ristre, mola darles uno sencillo, de los que regalan en los puntos de información. La de cuatro años es una fiera con los mapas: mira aquí una carretera, aquí un río, aquí un camping…
El valor de las llamadas telefónicas. Si somos capaces de apagar el móvil o tenemos la suerte de que no hay cobertura, es un gustazo recuperar el valor de ir a la cabina pública una vez a la semana para llamar a la abuela y los tíos. Conversaciones absurdas pero emocionantes, de esas en que todo el mundo grita ¿y vosotros bien? ¡sí nosotros también! ¿y sabes algo del tito y los tíos? ¡también bien!
Algún plan nocturno. Les encanta. A mi me decían “hoy vamos a tomar algo” y aunque fuera un helado me parecía el no va más.
No olvidar que viajamos con niños. Nos ha pasado unas cuantas veces y es fácil caer en la tentación. Las niñas duermen o están tranquilas, te lías a tirar (en coche) o caminar más (en ciudades) y a la que te das cuenta estás a tomar viento y te queda un montón para llegar justo cuando más cansadas y hambrientas están, ya no hay transporte, no pasan taxis. El motín está servido y el culpable eres tu.
Mmmmmmmmmmmm ¡ya falta menos!
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