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Columna
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Ni ley del talión ni rendición

No es fácil analizar en caliente el terrible atentado -de autoría aun ignorada- perpetrado esta mañana en Madrid. Sin conocerse tampoco todavía con precisión el número de muertos y heridos causado por el encadenamiento de explosiones en la línea ferroviaria de cercanías de Atocha, los sentimientos de piedad hacia las víctimas y de indignación moral contra los verdugos apenan dejan espacio para una reacción que no sea pasional. Pero aunque la conmoción producida por el horror de la cruel matanza y la búsqueda de nuevos adjetivos para descalificar a sus autores interfiera necesariamente la reflexión en torno a las implicaciones de este sangriento 11 de marzo, la renuncia gratuita a un análisis en paralelo de sus repercusiones políticas -compatible con las emociones de cada cual en su fuero interno - sería una forma involuntaria de hacer el juego a la estrategia del terror, interesada en excluir cualquier lenguaje de la vida pública que no transmita ruido, furia y violencia.

Es evidente, por lo pronto, que el atentado ha clausurado la campaña electoral del 14 de marzo tal y como había sido planteada por las fuerzas democráticas. Cabe esperar que ninguno de los participantes en la carrera hacia las urnas ceda a la demagógica tentación de llevar a las ruedas de su molino el caudal de sangre derramada en Madrid; aunque esa manipulación electoralista pudiera resultar eficaz en el corto plazo de las próximas setenta y dos horas, la marca de Caín perseguiría para siempre no sólo a los responsables de la matanza sino también a quienes tratasen de intercambiar por votos las vidas humanas sacrificadas. Si el Acuerdo por las Libertades y Contra el Terrorismo suscrito el 8 de diciembre del año 2000 por el PP y por el PSOE con los auspicios del Gobierno de Aznar descansaba sobre "la voluntad de eliminar del ámbito de la legítima confrontación política o electoral" las políticas para acabar con los crímenes terroristas, esta es la ocasión por excelencia de demostrar la sinceridad política y la honradez democrática de tales propósitos.

Sin que sea posible descartar todavía -en el momento de escribir esta líneas- otra distinta autoría, son muchos los indicios que apuntan contra ETA. Aunque la teorización y la formulación de la estrategia etarra se exprese siempre en términos confusos, con la consecuencia de que los esfuerzos hermenéuticos para aclarar su turbio lenguaje corre siempre el peligro de atribuir a los dirigentes sucesivos de la banda los propósitos y las preferencias de los actores racionales de la teoría de juegos, no parece aventurado concluir que los dos extremos de la línea continua donde cabría situar sus objetivos provocadores serían, de un lado, la indiscriminada respuesta represiva del Estado que pusiera en marcha la vieja espiral de la acción/reacción de las postrimerías del franquismo y, de otro, el surgimiento en la sociedad española de una actitud de desestimiento que llevase a la aceptación de sus planteamientos soberanistas e independentistas respecto al País Vasco (de inmediato) y Navarra (en una etapa posterior). El atentado del 11 de marzo pondría en marcha una marea de emoción popular que serviría paradójicamente para ambos propósitos: si los terroristas consiguieran dividir en dos a la sociedad española en lo que respecta al diagnóstico y los remedios de la amenaza terrorista, y si además las fuerzas democráticas ahondaran el calado de esa escisión con el propósito de beneficiarse de su apoyo electoral, suya sería la victoria.

Frente a las voces que reclaman la aplicación a ETA de la máxima bíblica de la ley del talión (tal como lo hicieron -aunque ahora lo oculten- en la época de la guerra sucia librada durante los diez primeros años de la transición con la tolerancia o la connivencia de los gobiernos de UCD y del PSOE), la apuesta a favor del diálogo político con la banda terrorista (la salida negociada alternativa intentada infructuosamente en Argelia y en Suiza por los gobiernos de González y Aznar en 1989 y 1999) cabalga sin saberlo sobre la misma ola irresponsable de temores y de rechazos. El Estado de derecho de un sistema democrático no puede aceptar ninguna de esas dos respuestas, bien sea ETA u otro grupo terrorista el responsable del 11 de marzo.

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