“Manolo, ¡la cara, la cara!”
Los países deben decidir si están por la imposición de aranceles o por atraer capital extranjero
Publicaba este periódico en 1988 que cuando Manuel Fraga era ministro de Información y Turismo y Pío Cabanillas su subsecretario fueron a inaugurar un teleclub en Cambados durante una ola de calor y, tras concluir los fastos, decidieron darse una baño, aunque no llevaran bañador. Se encaminaron a una cala supuestamente desierta y cuando estaban nadando desnudos apareció un autobús de un colegio de monjas. Según atribuyó EL PAÍS a Manuel Rivas, que contó la anécdota en el Museo del Prado, Fraga salió despavorido del mar tapándose las partes pudendas, mientras que Pío Cabanillas le seguía de lejos, gritando: “¡Manolo! ¡La cara, Manolo, la cara!”.
He recordado la anécdota leyendo el informe sobre el estado de los desequilibrios económicos globales del FMI, un trabajo en el que se examinan la evolución conjunta de las balanzas corrientes y de capitales de un subconjunto de las principales economías que representan en torno al 90% del PIB mundial. La asociación de ideas quizás la haya producido la constatación de que en situaciones incómodas en la que hay que elegir entre dos alternativas simultáneamente incompatibles —la cara o las partes pudendas, la balanza corriente o las entradas de capitales — hay quien la ve venir y quien no.
En los actuales debates económicos el foco de atención está concentrado en la reducción de los déficit corrientes vía reducción de importaciones —mediante aranceles o restricciones cuantitativas, a veces apreciaciones del tipo de cambio real y, mucho menos frecuentemente, aconsejando políticas fiscales menos expansivas— o, preferiblemente, mediante del estímulo de las exportaciones con el arsenal de políticas industriales y subsidios que estamos montando para proteger la autonomía estratégica nacional. Por eso hablamos de guerra comercial entre China, EE UU y la UE o del IRA y el Green Deal. Independientemente de sus buenas intenciones socioeconómicas, el objetivo de todas ellas es elevar el consumo, la inversión nacional y el saldo neto exterior.
El problema es la consistencia multilateral de estos experimentos y sus potenciales inesperadas consecuencias, incluso electorales. El título del informe del FMI — titulado Desequilibrios en fase de corrección— es una voluntarista manera de anunciar que estamos mal, pero vamos bien. Es decir, que tenemos un grave problema de consistencia global de objetivos y políticas económicas. Quizás el mejor indicador para mostrar que vamos bien es la reducción del exceso global de las balanzas corrientes —la suma de déficit y superávit de las grandes economías— desde los niveles alcanzados durante la covid. Hemos pasado del 3,6% del PIB mundial de entonces al 2,9% previsto para 2024, gracias a que el Reino Unido y EE UU contribuyen en 0,9 puntos al déficit global, pero China y la UE lo rebajan en medio punto. Si alguien se pregunta por qué este dato es importante tan solo hay que recordarle que —más allá de los fundamentales macro— el saldo refleja la distinta orientación de las políticas nacionales de las economías líderes y que, por tanto, cuanto mayor sea el exceso de superávit de la balanza de pagos global, también mayores son los riesgos de guerras comerciales, parones súbitos en las entradas de capitales —como España en 2012—, estallido de guerras cambiarias y, a la postre, crisis inflacionarias, financieras o de tipos de cambio.
Como el FMI afirma, “[reducirlo] limita la mala asignación global de recursos y contribuye a preservar el multilateralismo”. De forma más inmediata, la parte de debajo de la balanza global apunta a que se han reducido los movimientos netos de capital: mientras que en 2021 los acreedores globales tenían posiciones netas de inversión equivalentes al 23,7% del PIB mundial, hoy la han reducido al 21,2%, lo que ha forzado a los países deudores a reducir en medio punto porcentual su stock de deuda internacional. Para los países desarrollados, esta menor liquidez de los mercados internacionales puede resultar un problema gestionable, pero para la gran mayoría de los países emergentes, especialmente los más pobres y endeudados, el endurecimiento del acceso a los mercados globales es un drama social, económico y político, posiblemente en ese orden. Los nubarrones de crisis de deuda y de default llevan tiempo formándose en la economía global, y la experiencia nos dice que cuando el problema estalla se sabe cómo empieza pero nunca cómo sigue y a quién afecta. Sobre todo en un mundo como el actual, en el que el marco multilateral de reestructuración de deuda está roto.
No es por amargar el verano, pero la economía global lo que parece estar pidiendo es no taparse la cara y seguir construyendo relatos, sino mirar los datos y comenzar a ocuparse también de la parte de abajo. ¿Estamos a aranceles o a atraer inversión extranjera para hacer frente a “los retos de la transición energética y tecnológica”?
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