El golf y el blanqueo de Estados autoritarios
Todo está a la venta y vender el alma es más atractivo cuando uno se queda con una mayor parte de las ganancias
Aunque no juegue al golf ni sea un aficionado a este deporte, como es mi caso, probablemente esté al tanto de la polémica que actualmente lo rodea. Varios de los mejores golfistas profesionales del mundo, en particular Phil Mickelson, han llegado a acuerdos muy lucrativos para jugar un nuevo circuito, el LIV Golf International Series, patrocinado por Arabia Saudí. El PGA Tour, que históricamente ha dominado esta especialidad deportiva, reaccionó suspendiendo a 17 de ellos.
Está claro que los saudíes están esforzándose por blanquear su reputación —¿ecoblanquearla?— en un intento de que la gente se olvide de las atrocidades perpetradas por su régimen. Lo que no está tan claro es cuáles son los motivos del PGA. ¿Ha considerado que las LIV Series tienen algún defecto, que no son un verdadero circuito de golf? ¿Intenta aplastar a la competencia? ¿O el problema han sido los patrocinadores del torneo?
Los participantes en el PGA entrevistados por Pro Golf Weekly no tienen ninguna duda: una abrumadora mayoría atribuyó la exclusión de Mickelson a la “cultura de la cancelación” o “de los medios de comunicación”. Espero que tengan razón. Me refiero a que, si recibir cantidades ingentes de dinero por proporcionar unas relaciones públicas favorables a un régimen que trata a los periodistas críticos matándolos y desmembrándolos con una sierra para huesos no justifica la cancelación, ¿qué la justificaría? Y, a pesar de ello, Mickelson, entre otros, estaba dispuesto a proporcionarlas.
Así que, si quieren saber mi opinión, aquí no se trata de si la PGA ha encontrado (o no) una línea que no va a cruzar. Se trata de que, evidentemente, para muchos miembros de la élite estadounidense esas líneas no existen.
Es decir, la difusión de la cultura de la cancelación es mucho menos importante y amenazadora que la de la cultura del todo a la venta. Cada vez hay más personas en la cima de nuestra jerarquía social que parecen dispuestas a hacer cualquier cosa por cualquiera siempre que el dinero sea lo bastante atractivo.
No se trata de una cuestión puramente partidista, aunque es posible que esta cultura sea algo más frecuente en la derecha que en la izquierda. Sigue siendo extraordinario, dados los bramidos de Donald Trump pregonando “Estados Unidos primero”, el número de miembros de su círculo más cercano que han sido objeto de acusaciones creíbles de actuar como agentes de gobiernos extranjeros despóticos, han recibido condenas por ello, o hasta lo han confesado. E incluso antes de que Trump dejara el cargo, tanto su yerno como su secretario del Tesoro cortejaban a inversores de Oriente Próximo, y no tardaron en cobrar enormes sumas de los saudíes y otros gobiernos del Golfo.
Pero, como he dicho, no se trata de un asunto puramente partidista. El domingo, el presidente de la equidistante (y muy influyente) Institución Brookings dimitió a raíz de una investigación del FBI sobre si había cabildeado ilegalmente a favor de Qatar. Y aunque favorecer con ánimo de lucro a un Gobierno extranjero tiene una consideración legal especial, no está claro que sea moralmente peor que favorecer a intereses nacionales dudosos a cambio de dinero.
El otoño pasado sufrí una gran decepción cuando la empresa de intercambio de criptomonedas Crypto.com empezó a publicar un anuncio protagonizado por el famoso actor liberal Matt Damon. A lo mejor Damon no sabe mucho de criptomonedas y de la desconfianza extrema de muchos analistas sobre a qué fines sirven. Al actor lo contrataron para que representara un papel, pero con ello ayudó a promocionar lo que, ahora más que nunca, parece ser un fraude: las criptomonedas han perdido más de 1,6 billones de valor desde que ese anuncio empezó a circular.
Ahora bien, ¿no ha sido siempre así? ¿Acaso la gente no ha sacado tajada del poder y la fama desde los albores de la civilización? Sí, pero no creo que sea idealizar el pasado insinuar que antes se hacía con más contención, que la deshonra que conllevaba venderse demasiado a la vista de todos era mayor. En 1967, John Kenneth Galbraith, que no era precisamente un palmero del capitalismo, afirmó que los altos ejecutivos de las empresas estaban sometidos a un “código” que impedía el “lucro privado” y que, de hecho, imponía “un alto nivel de honestidad personal”. No creo que estuviera siendo totalmente ingenuo. O pensemos en el hecho de que, en su momento, se consideró escandaloso que Gerald Ford, cuando ya no era presidente, se enriqueciera con conferencias pagadas, puestos en los consejos de administración de empresas, etcétera.
En pro de la transparencia total, diré que es verdad que a veces pronuncio conferencias pagadas dentro de los límites establecidos por las normas de The New York Times. Pero intento, no siempre con éxito, asegurarme de que los patrocinadores no son unos villanos y no pagan para que se les haga propaganda favorable, lo cual, volviendo al golf, es justo lo que Mickelson y compañía hicieron al aceptar jugar el Tour de la Sierra de Huesos.
¿Qué explica este auge de la cultura del todo a la venta? Las rebajas de impuestos pueden haber desempeñado un papel: vender el alma es más atractivo cuando uno se queda con una parte mayor de las ganancias. El aumento de la desigualdad de ingresos puede inspirar envidia, el deseo de estar a la altura de la superélite. Y, seguramente, poco a poco se haya convertido en algo normal: si todos los demás se venden, ¿por qué no debería unirme yo también a la fiesta?
Sea cual sea la explicación, está claro que algo ha cambiado; en la cima hay mucha más corrupción que antes. Y entre los costes de esta corrupción, diría yo, se encuentra un proceso de desmoralización. Antes, los niños veían en los personajes públicos, y en las estrellas del deporte en particular, un modelo a seguir. ¿Todavía los ven así? ¿Es posible, dado lo que los personajes públicos harán si los cheques son lo bastante jugosos?
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