El cine que enseña a mirar también se aprende en el aula
La IX edición del MICE, que se celebra estos días en distintos espacios de la capital, incluye cortometrajes hechos por y para niños y les introduce al mundo audiovisual


En la clase de 6º B del CEIP Antonio de Nebrija, en el madrileño distrito de Villaverde, hoy es un día especial. Dejarán, por unas horas, los libros y las lecciones de cada día para adentrarse por primera vez en el mundo del cine, aprenderán qué es lo que hay detrás de las producciones que se ven en la pantalla grande y se convertirán ellos mismos en los protagonistas, escribiendo y rodando un cortometraje con la ayuda de la gente del MICE, la Muestra Internacional de Cine Educativo que estas semanas celebra su novena edición en Madrid con la proyección de 47 cortometrajes realizados por jóvenes de 8 a 17 años de 13 países como México, Polonia, Portugal, Argentina, Colombia, Croacia, Malasia o Turquía (por citar algunos).
El grupo que tutoriza Maite Martínez no es sencillo: como muchos otros, es muy diverso tanto académica como socialmente, con alumnos de escolarización tardía procedentes de países de Latinoamérica y Marruecos que, en su mayoría, ya han repetido algún curso. Pero hoy, divididos en cinco grupos, el ambiente es diferente. Empezaron el día visionando un corto (hecho por niños) que mostraba los distintos tipos de alumnos que se encuentran en el aula, y luego, siguiendo las indicaciones de Nacho Goytre, técnico de cámara del MICE, empezarán a trabajar en el suyo propio, que rodarán en otra sesión a la semana siguiente. Tras decidir los estereotipos que van a reflejar (“la que llega siempre tarde”, “las influencers”, “el que siempre está de mal humor”, “los de las cerbatanas”, “la que va siempre al baño”), trabajarán en grupo para desarrollar las escenas de su cortometraje en un storyboard dividido en cuatro planos.
Este será uno de los tres cortos (este año, dos de Secundaria y uno de Primaria) realizados en la presente edición del festival, que incluye una veintena de proyecciones en distintos centros escolares y espacios públicos de Madrid, así como en los municipios de Coslada y Fresnedillas de la Oliva. Hasta 3.200 alumnos de la Comunidad disfrutarán de cine hecho por y para ellos. “Se trata de acercarles a lo que es el cine, a la maquinaria que se pone en marcha cuando vas a rodar una película, y que aprendan lo que es una escena, un plano, qué equipo interviene, cómo se escribe un guion y cómo se rueda, obviamente a una escala pequeña. Que se den cuenta de que es un trabajo colectivo”, señala Goytre. Y esto es precisamente lo que más diferencia a este festival de otros, porque aquí la frontera entre autor y espectador se diluye, e incluso cuando no se ven en la pantalla se identifican con lo que se ve en ella.
Desde su creación en 2016, de la mano de MICE Valencia, la muestra madrileña mantiene su propósito de acercar el lenguaje cinematográfico al ámbito educativo y ofrecer a los jóvenes una ventana para mostrar cómo ven el mundo. A lo largo de sus nueve ediciones ha tejido una red de centros escolares y espacios culturales —también en lugares como Cuba, el Sáhara, las islas Galápagos, México o Argentina— que utilizan el cine como vehículo para abordar temas sociales, emocionales y medioambientales desde la mirada de la infancia y la adolescencia. Y demuestra, en cada plano, que el aprendizaje también puede pasar por una cámara, un guion y una historia contada en grupo.

Otra forma de mirar
Para José María Jiménez, director de la MICE Madrid, el mayor valor de esta experiencia no está en enseñar a rodar, sino en descubrir otra forma de mirar. “La mayoría de los chicos no saben quiénes fueron los hermanos Lumière, ni que en la primera proyección pública aparecía un tren y la gente salió corriendo porque creía que los iba a atropellar”, explica. “Contarles los orígenes del cine les ayuda a amarlo, a entender que detrás de cada plano hay una historia y una intención, y también a mirar con más criterio lo que consumen en pantalla”.
En las sesiones con los escolares —como la que el pasado viernes se desarrolló en el Centro Juvenil Pipo Velasco, en el distrito de Usera—, el equipo del festival repasa los hitos de la historia del cine a través de una representación teatral que culmina con un homenaje a Alice Guy, la pionera francesa considerada la primera persona en rodar una película de ficción. “Fue una mujer que fundó su propia productora, que filmó a personas racializadas (y no blancos con la cara pintada) cuando nadie lo hacía y que tuvo que firmar muchas de sus películas con el nombre de su marido para que la gente fuera a verlas”, recuerda Jiménez. “A los chicos les fascina descubrirla. Al final de la actividad grabamos con ellos un corto de trucajes, como los de Méliès, en el que se hacen desaparecer y reaparecer en pantalla. Es un momento mágico: vienen a ver cine y acaban formando parte de él.”
Ese contacto directo con el lenguaje audiovisual tiene también un impacto visible. “Aprenden a trabajar en equipo, a negociar y a ponerse en el lugar del otro. Es una actividad que les exige hablar, decidir y escuchar”, esgrime Martínez, la tutora de sexto del Antonio de Nebrija. Para un aula con alumnos de procedencias muy diversas y con distintas dificultades de aprendizaje, añade, el cine funciona también como una herramienta emocional: “Cuando interpretan un papel se dan cuenta de cosas que, de otro modo, no perciben. Les ayuda a canalizar sus emociones y a entender las de los demás”.

En las proyecciones, los alumnos descubren además que el cine puede ser una forma de reconstruir la memoria. Uno de los títulos que más les ha conmovido es Hija del Volcán, el documental de la directora Jennifer de la Rosa, que indaga en su propia historia de adopción tras la tragedia de Armero, en Colombia, en 1985. Aquella erupción del volcán Nevado del Ruiz provocó una avalancha de lodo y cenizas que borró la ciudad del mapa y separó a cientos de familias; muchos niños fueron dados en adopción de forma irregular, y hoy más de quinientas familias siguen buscando a sus hijos. La directora, adoptada en España, emprende en la película la búsqueda de su madre biológica —que podría seguir viva— y de su pasado.
Al finalizar la proyección, los alumnos tuvieron la oportunidad de conversar con ella. “Recuerdo que una alumna se nos acercó llorando y le dijo: me he sentido muy identificada, porque yo también busco a mi padre”, rememora Jiménez. “Y otro chico colombiano le dio las gracias por mostrar su país tan bonito”. La historia de Jennifer, añade, sirvió para hablar en el aula de identidad, migración y raíces, y para acercarles el trabajo de la Fundación Armero, que continúa intentando reunir a esas familias separadas hace ya 40 años. “Ese momento demuestra —dice Jiménez— que el cine no solo enseña a mirar: también ayuda a reconocerse.”
Las historias que cuentan los jóvenes
De la historia del cine a los temas que les preocupan hoy, la distancia no es tanta como parece. Los cortos que se proyectan en la MICE —y también los que los propios alumnos escriben y ruedan— son un reflejo inmediato de su mundo, de lo que ven, lo que sienten y lo que los inquieta. “En Primaria aparecen con frecuencia temas como el medio ambiente, el reciclaje o el uso excesivo de las pantallas”, cuenta Jiménez, mientras que en Secundaria entran otras cuestiones como las relaciones sentimentales, la violencia de género, la identidad o el acoso. “En esta edición, por ejemplo, uno de los grupos ha querido contar la historia de un alumno que está en proceso de transición de género. Y lo curioso es que uno de los chicos del grupo está pasando por esa misma situación”.
El director explica que muchas de esas ideas nacen de ellos mismos, a partir de un abanico de propuestas que eligen y adaptan. “Nosotros solo les damos el punto de partida —dice—, pero el desarrollo es suyo. Son historias muy breves, de apenas cuatro planos, pero detrás hay todo un debate. En este caso, escribieron un guion donde un compañero trans cuenta su experiencia, y el corto muestra cómo reacciona el grupo: unos lo apoyan, otros no lo entienden… Es su forma de poner sobre la mesa lo que viven”.
Ese trabajo en grupo, sin embargo, no siempre resulta fácil. Ghita Aguenaou, de 11 años, una de las alumnas de sexto que participa en el taller, lo cuenta con la naturalidad de quien está aprendiendo lo que significa crear algo entre todos: “Lo más difícil es ponerse de acuerdo. A veces hay cosas que dan vergüenza hacer y nadie quiere hacerlo. Y cuesta que a todos les guste la idea o el personaje que les toca”. Esa resistencia inicial, dice Jiménez, forma parte del proceso: “Hacer cine obliga a escuchar, a ceder y a entender al otro. Y cuando consiguen hacerlo, el resultado les emociona porque sienten que la historia es suya”.

Las redes sociales, por supuesto, también atraviesan sus narrativas. “Es raro el corto en el que no aparecen las tiktokeras o los influencers”, señala Jiménez con una media sonrisa. Son niños y niñas de 10 o 12 años que, en teoría, no deberían tener cuenta, pero que ya imitan los gestos, el maquillaje o las coreografías que ven en la pantalla. Un fenómeno reciente que aparece una y otra vez en las historias que crean, junto con otras temáticas como la de los videojuegos, omnipresentes en las producciones más recientes, donde los alumnos se inspiran en sus mecánicas y lenguajes visuales.
Pese a la diversidad geográfica de las obras, las preocupaciones se repiten: las pantallas, la convivencia, la igualdad, la salud mental o la conservación del planeta. “Hay matices culturales, pero el fondo es el mismo”, resume Jiménez. “Da igual si el corto llega de España, de Turquía o de México: todos hablan del miedo a quedarse solos, de la amistad, de las redes o del futuro de la Tierra. Y eso es lo más bonito, ver que los temas que les importan son universales”.
Una semilla que se queda
Lo que la MICE deja tras su paso por las aulas no son solo cortos, sino algo más invisible y duradero. “No pretendemos que aprendan a hacer cine”, explica Jiménez, “sino que comprendan lo que hay detrás de las imágenes y descubran que ellos también pueden contarse”. Para él, cada taller es “una semilla que quizá germine años después”, cuando esos niños miren una película, una noticia o una red social con mirada crítica, sabiendo que detrás de cada plano hay una intención.
“Este tipo de experiencias hacen visibles a alumnos que normalmente pasan desapercibidos”, sostiene a su vez Martínez. Y, a menudo, son precisamente ellos quienes más se implican cuando la cámara se enciende. Porque al final, de eso se trata: de mirar de otro modo, de entenderse un poco mejor y de saber que, cuando se cuenta una historia juntos, algo se transforma —aunque tarde un tiempo en verse—.
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