Excedencia y cochambre
Es la hora de subsidiar, pero solo a las empresas viables, sin tirar dinero público a la alcantarilla
El turismo es un bíceps de la economía española: supone un 12,4% directo del PIB (dato de 2019). Pero también un talón de Aquiles, por sensible a la movilidad... y a su parálisis.
Así, el grueso del desplome de 2020, quizá hasta dos tercios de la caída de 11′1 puntos (datos provisionales del INE), se expliquen solo por el cierre del turismo. Incluida la restauración, que supone una mitad larga del sector. Todos, también los jeremías de la presunta —y falsa— nulidad de este país ante cualquier revés, harían bien en recordarlo. España es líder de la OCDE en la aportación del sector a la economía.
Muy por delante de las otras dos potencias europeas: un tercio más que Francia (campeona en visitas) y el doble que Italia. Reduzcamos los argumentos al absurdo, imaginemos una España sin turismo: mucho más pobre, sí; pero sin haber sufrido apenas la tormenta de la crisis pandémica.
De esas cifras y comparaciones surge el corolario suscrito por unanimidad: hay que salvar a ese sector clave. El problema es triple. Del cuánto, del quién y del dónde, cuyas respuestas quizá sean aplicables a otros sectores.
Primero. ¿Cuánto? O sea ¿con qué intensidad? Si con las ayudas actuales, de liquidez, sobre todo crediticia mediante los ICO —en las que España es campeona europea—; o también incrementando las directas, en las que figura como farolillo rojo.
Como una crisis de liquidez se transmuta con el tiempo en otra de solvencia —o sea, de supervivencia—, seguramente ha llegado la hora de multiplicar las ayudas directas: capital en vena. Pero atención, el subsidio público por riego de helicóptero a empresas corre el riesgo de financiar <CF1000>empresas sin ningún futuro, costes hundidos. Y hundirse con ellos.
Segundo. ¿Desde quién? O sea, ¿a cargo de qué administraciones? Tiene sentido la reclamación de las autonomías (competentes en el ramo) de su gestión directa. Pero con reparos. Durante la pandemia, su rendición de cuentas (por ejemplo, sobre los 16.000 millones cedidos por el Gobierno sin necesidad de justificarlos) ha sido rala, nula o pésima.
Y se necesitan filtros para evitar la captura del regulador, en este caso que el factor de proximidad, familiaridad o sintonía partidista distorsionen la objetividad, equidad, y eficacia, del apoyo.
Tercero. ¿Adónde? ¿A todo el sector, a una parte? Este asunto es el más vidrioso. Los populistas piden ayudas indiscriminadas. Y compatibilizarán esa reclamación de generosidad sin límite con la denuncia de presuntas dilapidaciones. Préstenles oídos sordos. Escuchen ejercicios de valentía como los del Banco de España, cuando reclama que las ayudas se otorguen a las empresas viables, no a las de facto fallidas (y promete un catálogo de criterios para dilucidarlo).
Eso es esencial para evitar luego lágrimas de cocodrilo sobre el destino de nuestros impuestos. Aunque es duro, hay que ser selectivos. En el turismo —sobre todo en la restauración— cohabitan versatilidad y minifundismo, grandeza y miseria, excelencia y cochambre. Somos campeones mundiales en número de bares y restaurantes per cápita (277.539 en 2019, INE). Un solo barrio de Madrid supera a Noruega. Andalucía, a Dinamarca, Irlanda, Finlandia y Noruega juntas. Calidad y eficiencia se resienten.
Esperamos con ansiedad el catálogo de criterios del banco emisor. Pero pensemos ya. Seguramente habrá que exigir como contrapartidas a las ayudas al menos: viabilidad (¿beneficios declarados durante dos años antes de la crisis?), empleos registrados y seriedad fiscal. Si no queremos tirar el dinero de todos a la alcantarilla.
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