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Contra el catastrofismo (pero la UE saldrá más lenta)

Los economistas alertan del peligro que supone un exceso de timidez al tomar medidas económicas: no correr riesgos es la mayor amenaza para encauzar la futura recuperación

Claudi Pérez
El presidente de España, Pedro Sánchez, habla con la canciller alemana, Angela Merkel, antes de un encuentro de líderes europeos, en octubre en Bruselas.
El presidente de España, Pedro Sánchez, habla con la canciller alemana, Angela Merkel, antes de un encuentro de líderes europeos, en octubre en Bruselas.Nicolas Economou (EL PAÍS)

El siglo XX consiguió la proeza de ser el más próspero y a la vez el más bárbaro de los siglos. El XXI no empieza nada mal. En 2001 vimos caer las Torres Gemelas en un ataque terrorista directo al corazón de EE UU; lo nunca visto. En 2008 explotó una superburbuja que puso patas arriba el capitalismo y el proyecto europeo; un cisne negro, algo rarísimo. 2020 es el más oscuro de todos los cisnes y nuncajamases: un millón y medio de personas se han contagiado de coronavirus en 180 países, 100.000 han perdido la vida y la economía global va camino del desastre. 2001 obligó al mundo a elegir entre libertad y seguridad y 2008 cuestionó los fundamentos del sistema: 2020 es un compendio de todas las pesadillas. El mundo se encierra sobre sí mismo para tratar de contener la pandemia, y solo vislumbra la punta del iceberg del titanic económico que se avecina. El FMI y la OCDE pronostican una depresión como la de 1929, y los analistas esbozan escenarios apocalípticos. El pesimismo excesivo es ya la seña de identidad de estos tiempos, como el excesivo optimismo era la norma hasta hace poco: ¿cuánto hace que un politólogo estadounidense hizo furor con aquel absurdo fin de la historia?

Esa moda fúnebre tiene su lógica: el mundo parece abocado a elegir entre lo malo y lo peor. En Madrid y Lombardía, los médicos tienen que escoger a quién dan un respirador; no hay para todos. Y de la misma manera los Gobiernos toman decisiones que influyen sobre vidas y muertes de la ciudadanía, y también sobre la vida y la muerte del tejido económico. “Son tiempos cargados de incertidumbre, de miedo, de oscuros animal spirits”, resume el historiador Luuk Van Middelaar.

La cepa del virus viene de Asia, pero la falla tectónica tiene su epicentro en Europa y se desplaza a EE UU. La economía global ha entrado en un coma inducido. Porque no hay manual de instrucciones para esto. Y porque las cifras de positivos son difusas: sin datos fiables, los modelos no funcionan. Vamos a tientas, y a tientas las respuestas económicas solo pueden ser intuitivas, experimentales, balbuceantes.

Los indicadores económicos han experimentado una caída en barrena. Las Bolsas suben un día y bajan al día siguiente. Pero lo peor son los datos de paro, tenebrosos como un cuadro de Goya: a las miles de vidas segadas por el virus habrá que sumar las truncadas por la crisis. Se han impuesto medidas de confinamiento inéditas en tiempos de paz: China llegó a tapiar las calles, Rusia amenaza con siete años de cárcel si se incumple el encierro y el Atlántico Norte tira de una mezcla de miedo y concienciación de la sociedad para mantener un cierre a cal y canto que necesitaría a otro Dickens para contarlo bien. Con muy pocas excepciones, y España no se cuenta entre ellas, los Gobiernos han subestimado esta crisis hasta que ha sido demasiado tarde. Y después han impuesto medidas severas para domeñar la curva de contagios, “lo que inevitablemente lleva a un agujero económico de un calibre aún por determinar”, apunta Ken Rogoff, de Harvard. El consumo de petróleo en Europa ha caído el 88%; el 73% de las familias estadounidenses perdieron ingresos en marzo; las ventas de coches alemanes están por los suelos, y los hoteles españoles, cerrados a cal y canto. La crisis es sistémica y bastante simétrica: afecta a dos tercios del planeta. Y funciona como una especie de dominó perverso.

Efecto dominó

El mecanismo es más o menos como sigue. El virus se cuela en un país y empieza a contagiar a toda velocidad hasta que satura el sistema sanitario y obliga a los Estados a decretar el confinamiento. A medida que se controla el contagio, la hibernación inducida de la economía es el arranque de la recesión: en ese punto estamos. Si ese parón es relativamente breve, tendremos un trimestre del diablo seguido de cierta recuperación en otoño, y de una posible recaída para el invierno en función de lo que ocurra con las vacunas. El perfil de la economía dibuja así una especie de W coja, en la que difícilmente se recuperan los niveles iniciales.

Nada garantiza, eso sí, que la fase crítica dure un solo trimestre. Si el virus se enquista y obliga a ampliar el confinamiento hasta los seis meses, los riesgos se dispararían y se reactivaría el efecto dominó. El miedo inhibe a empresarios y consumidores; las disrupciones en la cadena de oferta estropean la economía y con ella la capacidad de recuperación; la caída de la demanda y la dislocación de la oferta destruyen primero el empleo más vulnerable, pero la crisis se extendería en ese escenario como una mancha de aceite, mandaría a más gente al desempleo y obligaría a cerrar negocios: los animal spirits negativos —la desconfianza— son puro veneno para la economía. Con el paro y las quiebras, la morosidad infectaría a la banca, y en algún momento de esa cadena empezaría un lío morrocotudo en los mercados.

Pero ese es el escenario apocalíptico, y el apocalipsis casi siempre defrauda a sus profetas. “Esta crisis es lo nunca visto. Es lógico que ahora se imponga un pesimismo aciago, pero las respuestas sanitaria y económica están siendo correctas: hay que tirar a la basura los manuales de política económica, y los de política a secas, y confiar en que estemos haciendo lo adecuado”, explica el historiador Adam Tooze. Ahora mismo estamos en el fondo del hoyo y, lo que es peor, hemos descubierto de veras la auténtica cara de la “incertidumbre radical”. La normalidad no volverá en años, y difícilmente habrá nada parecido a una recuperación en V: la crisis dejará una profunda cicatriz. “Pero hay salida”, dice el politólogo Mark Lilla. Hay que evitar que el miedo se instale en las sociedades y en los líderes; “hay que huir de los repliegues nacionalpopulistas y de respuestas miopes como la austeridad”, añade Tooze. El mayor riesgo, a día de hoy, es no asumir riesgos.

Para sacar a la economía del coma inducido hay que gastar como si no hubiera un mañana. Pero siempre hay un mañana: si el confinamiento se eterniza, la deuda acabará subiendo con rapidez y los inversores empezarán a hacerse preguntas sobre su sostenibilidad. Los mercados atacan siempre a la gacela más débil: aquella cuya deuda pese demasiado y parezca insostenible. Entre los emergentes hay varios candidatos a gacela, pero entre los desarrollados cabe mencionar a Italia, Portugal y España, al abrigo, de momento, del bazuca del BCE.

“Esto es como jugar al fútbol con niebla: si la niebla sigue ahí en otoño será casi imposible seguir, pero si los datos mejoran y la niebla se disipa, y si en ese tiempo los Gobiernos han hecho todo lo necesario para evitar que el crecimiento potencial se derrumbe y la tasa de paro de equilibrio se vaya por las nubes, hay partido”, afirma el economista Ángel Ubide. Barry Eichengreen, de Berkeley, destaca que la UE está dando la respuesta sanitaria adecuada, pero queda por ver la ambición de su política económica: “El riesgo es un déficit de solidaridad como el que vimos con la crisis del euro: si eso vuelve a ocurrir, Europa está perdida”. Olivier Blanchard, ex economista jefe del FMI, afirma que lo peor que se puede esperar de Bruselas, Fráncfort y Berlín “es hacer demasiado poco, como hace 10 años”.

Ese es el temor compartido por una docena de expertos consultados. “Habrá aumentos brutales de deuda, pero para eso están los Estados, para ayudar a la economía a ajustarse cuando vienen mal dadas. Y para eso están la UE y el BCE: para ayudar a los Estados cuando vienen curvas”, sintetiza el historiador económico Kevin O’Rourke, del Trinity College.

El riesgo es pecar de timidez en relación con EE UU, que ha levantado un imponente cortafuegos monetario y el fiscal (en año electoral, eso sí). Si eso sucede, algunos expertos vaticinan jaleo en los mercados pese a las muletas de los bancos centrales. Y no solo en Europa. La deuda mundial se ha duplicado en los últimos 15 años, hasta alcanzar unos 240 billones, el 320% del PIB global. Quizá no lo sea, pero eso se parece bastante a una burbuja. Los primeros signos de estrés, en marzo, se contuvieron con manguerazos de los bancos centrales. Pero en adelante lo más probable es que suceda lo de siempre: parte de la deuda privada será asumida por el sector público, como ha sugerido el mismísimo Mario Draghi y como ya sucedió durante la Gran Recesión; y la necesidad de estimular las economías engordará también el endeudamiento público. Cuando pase la emergencia, los mercados podrían poner a algún país en su punto de mira.

Hay cuatro maneras de enfrentarse a un empacho de deuda. Una es crecer a todo tren: descartada. Otra es con inflación: descartada con un BCE creado a imagen de un Bundesbank aterrorizado, con razón, por la hiperinflación de hace un siglo. La tercera es monetizar —con perdón— la deuda: imprimir dinero como si al dinero le faltara poco para pasar de moda. De alguna manera el BCE ya lo hace, aunque menos que la Fed de EE UU, que ha llegado a comprar directamente los bonos que emiten sus Estados. La última opción sería reestructurar, perdonar parte la deuda. Ha sido imposible hacerlo con Grecia, y Europa solo lo permitiría si le viera las orejas a la madre de todos los lobos; la alternativa podrían ser unos eurobonos que empiezan a estar encima de la mesa. Con las grandes crisis se esfuman certidumbres y se violan tabús, se cruzan líneas rojas y se reescriben las reglas: eso convierte el debate europeo en fundamental.

En la eurozona, pase lo que pase, será difícil ver una recuperación fuerte como la que se prevé en EE UU. Eso tiene tremendas implicaciones sobre la deuda, especialmente si el BCE muestra en algún momento reticencia a asumir riesgos. España presenta debilidades por ahí, aunque menos que Italia y Portugal. La deuda está en el 100% del PIB. Pero el turismo —un 12% del PIB— se ha volatilizado, no está claro cuándo van a volver los 80 millones de turistas de antaño. La automoción está en punto muerto. Ni siquiera el dinamismo exportador, la joya de la corona tras una devaluación interna de aúpa, es el blindaje que se nos prometía por el desplome del comercio global. Con esos mimbres, es muy posible que el perfil de la recuperación española sea el de una larga U, con un ajuste fiscal casi inevitable salvo que el BCE y Bruselas hagan todo lo necesario, incluidos los eurobonos sin condicionalidad, algo muy improbable. Esa es la gran batalla de los próximos tiempos.

Un parche de medio billón

Y esa batalla ha empezado ya. El Eurogrupo dio el jueves un primer paso en la buena dirección, aunque con la timidez habitual: “La pandemia está en máximos; la solidaridad en mínimos”, resume Paul de Grauwe, de la London School. Habrá 200.000 millones en garantías del Banco Europeo de Inversiones. Habrá 100.000 millones en créditos para pagar las prestaciones por desempleo. Habrá 250.000 millones del mecanismo de rescate (Mede), préstamos con condicionalidad light. La cifra total funciona como un sonajero: medio billón de euros que en realidad son, casi en su totalidad, créditos y garantías. Hasta ahí llega por ahora la solidaridad, a la espera de un futuro Fondo de Recuperación que podría endeudarse en los mercados con apoyo de todos los países. Pero eso solo llegará si las cosas se complican y Angela Merkel “decide ahorrarse el papel de líder que se cargó el proyecto europeo”, ataca Charles Kupchan, exasesor de Barack Obama.

La política es el arte de lo posible. Pero si uno no lo intenta, hay cosas que nunca verán la luz: la mutualización de riesgos y el activismo del BCE son, en fin, la ventanilla de última instancia de Europa, pero necesitan un consenso político que hoy no existe. En los grandes debates, y este lo es, el timing es esencial: aunque todo el mundo sepa que la solución es comunitarizar la deuda, los países del norte de Europa no pueden permitirse ahora ese anatema con sus opiniones públicas en contra; sus líderes temen el alza de la extrema derecha. Para Italia y España, en cambio, la emergencia es ahora; sin medidas de impacto, el desamor hacia Europa calará en el sur. La Unión no puede permitirse volver a llegar tarde. Ese es casi el lema de la UE: encontrar respuestas solo cuando está al borde del abismo. “Y ojo, porque el abismo vuelve a estar ahí cerca”, cierra el economista Charles Wyplosz.

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Sobre la firma

Claudi Pérez
Director adjunto de EL PAÍS. Excorresponsal político y económico, exredactor jefe de política nacional, excorresponsal en Bruselas durante toda la crisis del euro y anteriormente especialista en asuntos económicos internacionales. Premio Salvador de Madariaga. Madrid, y antes Bruselas, y aún antes Barcelona.

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