Muere Sergio Marchionne, el hombre que salvó Fiat
El consejero delegado había sido relevado de la dirección de la compañía la semana pasada por enfermedad
Cuando aquel hombre sin corbata ni chaqueta apareció en escena, Fiat perdía dos millones de euros al día y sus acciones costaban 1,60 euros. Corría 2004 y la situación de la gran empresa sobre la que se edificaron los grandes mitos de la Italia moderna era tan funesta que General Motors, con quien tenía un acuerdo de compra, desembolsó 1.500 millones para no adquirirla y evitar asumir sus deudas. Ahora, 14 años después de aquel naufragio, se espera que cierre el ejercicio con 4.000 millones de liquidez en la caja, sus ingresos alcancen los 125.000 millones con unos títulos que tocan los 16,4 euros. En medio de aquella tormenta, el hombre que cambió el destino de una empresa en ruinas, se hizo con la joya de la corona del sector automovilístico estadounidense, la mítica Chrysler de Detroit, y convirtió el nuevo grupo en uno de los mayores colosos del mundo. Sergio Marchionne, el empresario que fue capaz de trazar la línea ascendente entre ambos puntos, murió ayer en una clínica de Zúrich.
El hombre que reparó el motor gripado del corazón del imperio Agnelli nació en Chieti, en la región italiana de los Abruzos, hace 66 años. Hijo de una familia que huyó de las persecuciones ideológicas y étnicas de la II Guerra Mundial, experimentó en primera persona las dificultades de la inmigración antes de llegar a la cima de las finanzas internacionales. Pasó su vida entre Italia, Istria, Estados Unidos y Canadá, donde se licenció en Filosofía y más tarde en Economía y Derecho. Un periplo vital y una formación que le permitieron ver de un modo distinto los negocios.
Marchionne fue un motor inagotable capaz de trabajar durante maratonianas sesiones, como la que terminó con la fusión de las dos compañías dando pie al grupo FCA (Fiat Chrysler Automóviles). Un torrente de ideas -"un iluminado", lo ha definido John Elkann, heredero de la familia propietaria- especialmente motivado en las situaciones más complicadas. “Ni en la peor de mis pesadillas hubiera imaginado algo así”, bromeaba hace un par de meses, cuando presentó los resultados del primer trimestre de este año y resumía su andadura al frente del monstruo automovilístico. La suya es una historia singular, que está en las antípodas del estereotipo, basada en una capacidad de gestión e inventiva fuera de lo común. En parte por eso, se convirtió en un mito capaz de generar consenso en un país profundamente dividido ideológicamente. Cuando se supo que su situación era irreversible, los encendidos elogios llegaron desde extremos tan opuestos como el ex primer ministro, Paolo Gentiloni, y el actual ministro del Interior, Matteo Salvini. Pero no siempre fue así.
Cuando desembarcó como consejero delegado de Fiat en Turín de la mano de Umberto Agnelli, hace 14 años, todos lo acogieron con escepticismo. No tenía la experiencia ni la formación necesaria para un sector tan particular como el del automóvil. Era un desconocido guiando a un gigante agonizante, al borde de la bancarrota y cuya supervivencia dependía de endeudarse con los bancos. Sin un cambio de ruta, la compañía habría terminado en manos de los acreedores.
En pocas semanas consiguió que el aire se renovara. Cambió el traje y la corbata por su ya icónico suéter azul y se puso a trabajar. “Fiat lo conseguirá. Prometo que trabajaré duro, sin polémicas ni intereses políticos”, dijo cuando asumió su cargo. Desde entonces solo cerró dos ejercicios en rojo: el de ese mismo año y el de 2009. En total, deja más de 15.000 millones de euros de beneficios acumulados.
Cimentó su gestión en dos movimientos clave. El primero fue el divorcio con General Motors. Con una maniobra hábil supo sacar partido a la debilidad de la compañía italiana: “Si os quedáis con Fiat, os quedáis con las deudas”, puso entonces sobre la mesa. Se había pasado la noche estudiando minuciosamente las cuentas del gigante estadounidense, que finalmente cedió y desembolsó 2.000 millones de dólares para romper la alianza que se había firmado en el año 2000. Con esa entrada de capital Marchionne comenzó a reflotar la empresa. El segundo paso fue desactivar la amenaza de los bancos que en 2005 habían empezado a pedir que las deudas se transformaran en acciones que poder vender a otras marcas.
Pero se le recordará sobre todo por ser el hombre que compró el buque insignia de la industria estadounidense, Chrysler. Era 2007, la crisis empezaba a minar las economías a ambos lados del Atlántico y nadie habría apostado por el éxito de aquella hazaña. Pero el general sin miedo’ —como lo apodaban por su capacidad de liderazgo— convenció primero a la Administración de Barack Obama, después a los sindicatos y finalmente a los bancos. El acuerdo que selló el nacimiento del grupo FCA (Fiat Chrysler Automóviles) se firmó a las cinco de la madrugada. Ua muestra de la tenacidad y de la determinación que todos atribuyen a Marchionne.
Bajo su batuta el grupo multiplicó por ocho su capitalización y mudó de piel en varias ocasiones para adaptarse a un mercado cambiante. Fiat dejó de fabricar automóviles solo para las clases populares y se desarrolló modelos para las élites, lo que les situó en condiciones de competir con vehículos de alta gama alemanes. Una de sus últimas instrucciones fue un impulso a la electrificación, frente a la que se había mostrado reticente en un principio, con una inversión de 9.000 millones de euros para adaptar sus modelos en todas las marcas.
En 2014 se puso también al frente de Ferrari, que bajo la guía de su predecesor Luca Cordero di Montezemolo se había convertido en una corporación estancada y una escudería de Fórmula 1 en crisis permanente. Con Marchionne volvió a ser el estandarte de la familia Agnelli y se creó una sociedad separada de Fiat que cotiza en bolsa, después de recuperar el 90 por ciento de las acciones que dependían de bancos e inversores. En el primer trimestre de 2018 los beneficios aumentaron un 19,4% respecto al mismo periodo del año anterior.
Marchionne lega una galaxia Fiat completamente nueva, no solo en su distribución geográfica, también en la cultura, en el modo de trabajar y en su perfil de rentabilidad. No deja un guión para el futuro. “FCA es un conjunto de culturas y gestores nacidos de cada adversidad”, decía. Pero sí un aviso: “Tenemos que evitar ser arrogantes. El éxito nunca es permanente sino que hay que ganárselo día a día”.
Y en ese tránsito, su mano dura también le llevó en varias ocasiones a enfrascarse en importantes combates en varios frentes, con los sindicatos del sector y con la patronal industrial (Confindustria), que abandonó clamorosamente tras años de hostilidad. Conocido también por su fuerte personalidad, llevó a cabo toda su obra prácticamente en total soledad. Son pocos los colaboradores que permanecieron a su lado en estos 14 años. Él mismo lo resumitó una vez: “El liderazgo no es anarquía. Quien manda está solo”.
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