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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El gas, la energía de transición

El combustible muestra la flexibilidad operativa suficiente para llenar la brecha por 20 años

Una transición energética no puede consistir tan solo en la exposición de unos objetivos (hoy, la sustitución de fuentes de energía fósil por energías renovables) y un calendario estricto o aproximado para cumplir con lo que se desea. Es decisivo, de entrada, saber con cierta exactitud quien paga la transición (las energías renovables requieren una inversión inicial apreciable) y quién pagará ese coste. También es obligado, salvo que se elija el camino de la insensatez, medir las resistencias interna y externa al cambio. Esa viscosidad tiene que ver no solamente con la voluntad de los agentes energéticos y la industria que los rodea sino con complejos polinomios de precios, recursos, necesidades estratégicas y decisiones políticas que limitan la capacidad de cambio.

El consumo mundial de energía es un mercado intensamente inercial. Esta es una característica que se expone y se valora tan poco que nadie cuenta con ella. Tal parece que con decir que las energías renovables tienen que suponer el 20% de la producción en un plazo determinado y que el carbón tiene que reducirse y desaparecer ya está todo hecho. Pero no es así. Las proyecciones más optimistas para 2030 indican que en aquella fecha todavía se quemará en el mundo una cantidad apreciable de carbón. Es prácticamente imposible reducir de forma sustancial el consumo de carbón en inmensos mercados como India, China o Indonesia. A la inversa y según el mismo razonamiento que relaciona la capacidad de generación de nuevas energías con las necesidades de crecimiento de la demanda energética mundial, resulta que después de esfuerzos ímprobos y planes pautados desde instituciones supranacionales, resulta que en 2030, si se cumplen las previsiones, las renovables ocuparán en torno al 14% de la demanda mundial.

Y así se podría extender el peso inercial a otras energías, condenadas proféticamente a desaparecer o a quedar arrumbadas en los bordes marginales del consumo mientras que la cruda realidad, nunca mejor dicho, camina por senderos menos complacientes. Va a ser muy difícil, por ejemplo, reducir el peso del petróleo, porque aquello que el crudo pierda en consumo de movilidad, lo mantendrá y aun lo ganará en la industria química y en algunos transportes cuyos carburantes no son sustituibles. La aviación, por ejemplo. Esta inercia describe un futuro energético menos renovable de lo que se supone cuando de fabrican escenarios semiutópicos.

En este mercado inercial, el gas es la única fuente de energía fósil que ofrece perspectivas claras de crecimiento. Es una energía relativamente limpia (recientes informes, no obstante, las emisiones de metano asociadas a su producción y consumo), tiene una potencia instalada considerable y es fácil de arrancar y cerrar para cubrir producciones de respaldo. China ha decidido apostar por el gas y el peso del mercado energético de aquel país es suficiente para inclinar cualquier balanza. Una confluencia de intereses y proyectos ha llevado a que el gas sea el combustible favorito en la reindustrialización de los países asiáticos. Por si acaso quedaba algo por cuadrar en la descripción inercial del mercado mundial, recuérdese que los países asiáticos suponen las dos terceras partes del crecimiento de la energía mundial; y que en este mapa de importancia para el futuro, Europa apenas suma el 0,5% del total.

El gas, gracias a unas virtudes que le colocan en una situación relativa mejor que el carbón o el crudo, se sitúa como la fuente de energía más adecuada en la costosa transición hacia el mercado dominado por las renovables. Hasta cierto punto —sobre todo el GNL— garantiza la independencia energética y exhibe flexibilidad operativa para transformarse en electricidad. Los próximos quince años serán del gas.

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