Política fiscal a escena
Un impulso fiscal más ambicioso de la Comisión ayudaría al BCE a normalizar los tipos
La Comisión Europea acaba de admitir la necesidad de una política fiscal más expansiva para la eurozona. Lo ha hecho en un documento, Towards a positive fiscal stance for the Euro Area, en el que reconoce un crecimiento débil en cuya superación se interponen nuevos factores generadores de incertidumbre que amenazan la recuperación del área. Al horizonte de abandono de la UE por Reino Unido se añade el resultado de las elecciones presidenciales en EEUU, que en modo alguno favorecen el crecimiento económico y del empleo en la eurozona. Además, en ese cambio de actitud de la Comisión sobre la necesidad de estímulos fiscales, equivalentes al menos un 0,5% del PIB de media en la eurozona, han debido jugar un papel clave las consultas electorales en algunos países de la eurozona y el presumible ascenso de fuerzas políticas nada favorables al fortalecimiento de la dinámica de integración europea, incluida la unión monetaria.
No es un diagnostico novedoso. Hace tiempo que el propio BCE y el FMI, advirtiendo de las elevadas probabilidades de estancamiento, han recomendado políticas fiscales expansivas que complementen la eficacia decreciente de la política monetaria. Han sido las tardías pero acertadas decisiones del banco central las únicas que han tratado de apuntalar una recuperación lastrada por la adopción de políticas fiscales inadecuadas que, además de pronunciar la recesión, contribuyeron a la elevación de la deuda pública mediante importantes descensos en la recaudación tributaria.
El contraste de resultados entre EE UU, donde se situó el epicentro de la crisis, y la eurozona, es manifiesto. Aquella economía crece a tasas cercanas al 3%, con una tasa de desempleo por debajo del 5% y salarios creciendo al 2,5%. En la eurozona el crecimiento es la mitad y el desempleo el doble, con registros escandalosos entre los jóvenes. En EEUU se reaccionó rápido ante las amenazas depresivas con estímulos fiscales considerables e inmediatos estímulos monetarios, mientras en el área monetaria europea se hizo lo contrario en materia fiscal y se reaccionó tarde en política monetaria. Los daños han sido significativos en términos de pérdida de capacidad de producción y de elevación del desempleo estructural. Junto a ello, la insuficiencia de la inversión empresarial en estos años no permite anticipar mayores ritmos de crecimiento económico a los observados hasta ahora.
Frente a una situación tal, la eficacia de la política monetaria ha sido limitada, incluso en su principal propósito de elevación de la inflación, todavía baja. Aun cuando se convenga en prorrogar la vigencia de los estímulos excepcionales mediante las compras de bonos, más allá de marzo próximo, esto seguirá siendo insuficiente para garantizar una recuperación económica sólida. Así lo reconoce ahora la Comisión, más de dos años después de que el propio presidente del BCE lo afirmara públicamente.
El crecimiento económico tampoco se ha visto favorecido por un entorno internacional que se ha ido deteriorando en los últimos años como consecuencia de la debilidad de las economías emergentes, el descenso del comercio internacional y, más recientemente, de la emergencia de riesgos políticos que no han posibilitado una recuperación intensa de la inversión empresarial. La atonía de esta coexiste con una abundancia de liquidez en gran medida expresiva de ese deterioro de las expectativas empresariales, de la ausencia de confianza.
Inhibición comprensible a tenor de las amenazas que se ciernen sobre el libre comercio, sobre los fundamentos en los que las empresas, no solo las más abiertas a exterior, habían basado su proyección. La incertidumbre sobre el impacto del Brexit, su ritmo y alcance sobre el intercambio de bienes, servicios y capitales —y la eventual concreción de parte de los anuncios que hizo el presidente electo de EEUU durante la campaña electoral, como restricciones comerciales, desregulación financiera o posicionamiento geopolítico— no generan la tranquilidad en la que se asienta la inversión de las empresas.
Es en situaciones como esta cuando la política fiscal ha de entrar en escena, preferiblemente mediante inversión pública favorecedora del aumento de la demanda agregada y de la productividad de las empresas. Pero en la eurozona no existe una autoridad central, un ministerio de finanzas, susceptible de llevar a cabo esas decisiones. Han de hacerlo aquellos gobiernos que disponen de mayor margen de maniobra en sus finanzas públicas —Alemania de forma destacada—, compensando las restricciones presupuestarias a las que se enfrentan aquellos otros inmersos en procedimientos por déficit excesivos. La racionalidad de una decisión tal encuentra amparo en unas condiciones de financiación favorables. Los mercados de bonos públicos con vencimientos a largo plazo ofrecen unos tipos de interés que será difícil que sean más atractivos: más susceptibles de ser superados por la rentabilidad esperada de la inversión, que es la condición necesaria para asegurar la viabilidad de esas decisiones. Es difícilmente comprensible postergar el fortalecimiento del capital físico y tecnológico de una economía y cuando los costes de su financiación son prácticamente nulos.
Al impacto favorable que tendrían esas inversiones sobre el crecimiento, el empleo, y la eficiencia empresarial, habría que añadir la contribución a reducir la importancia relativa de la deuda pública. No solo porque el denominador, el valor del PIB sería mayor, sino porque el aumento de las rentas también impulsaría la recaudación tributaria. Del aumento de la inversión pública se obtendría un retorno adicional hoy no menos relevante: la contribución al alejamiento del clima de descontento, cuando no de tensión social, que ampara en algunos países la emergencia de opciones políticas poco europeístas.
Si el impulso fiscal que sugiere la Comisión fuera más ambicioso de ese rango comprendido entre el 0,3% y el 0,8% del PIB, podría contribuir a que el BCE iniciara la gradual normalización de la política monetaria, disponiendo de mayor margen de maniobra frente a recaídas del crecimiento. El mantenimiento durante demasiado tiempo de tipos de interés reducidos y las masivas compras de deuda pública y privada no favorecen el normal funcionamiento de los sistemas financieros, agudizando las dificultades de bancos y compañías de seguros.
Sin menoscabo de ese mensaje moderadamente estimulador de la inversión, la Comisión aprovecha en su informe para recomendar un rápido acuerdo sobre el esquema de seguros de depósito europeo, propuesto en 2015, que permita avanzar en la disposición de un respaldo al Fondo Único de Resolución de crisis bancarias. Y hace bien, porque no cabe descartar, como una de las consecuencias de la debilidad de la eurozona, del elevado endeudamiento privado, y de la continuidad de la política monetaria actual, perturbaciones adicionales en algunos sistemas bancarios. Esa sería un ejemplo de las necesarias reformas que han de acompañar decisiones urgentes destinadas a estimular la demanda agregada. Y con ella, a reducir esos otros riesgos políticos que amenazan la propia identidad de la unión monetaria.
El escepticismo acerca de la posibilidad de que el gobierno alemán apoye la concreción de ambas decisiones, garantes de mayor crecimiento y menor vulnerabilidad bancaria, no debería ser razón suficiente para que otros gobiernos dieran la callada por respuesta. Es el proyecto europeo el que está en juego, el que tiene que ser validado por un respaldo ciudadano hoy tan precario como justificado.
Emilio Ontiveros es presidente de AFI. @ontiverosemilio
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