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Brasil como síntoma

La mezcla de recesión, desigualdad y corrupción está resultando corrosiva para el sistema

Joaquín Estefanía

Parte de la población mira la fiesta desde fuera de la finca iluminada porque no ha sido invitada a la misma; se oyen la música y las risotadas de los de dentro mientras ellos están allí, en la oscuridad y en el silencio. Este contraste marca una barrera entre los ricos y los pobres, y muchas veces la clase media (esa que se siente tan insegura en las dificultades) es vista por los no invitados como parte de “los ricos” mientras sus componentes se califican a sí mismos como “pobres”. De este modo describe el último Latinobarómetro lo que está sucediendo en América Latina.

La nueva clase media tiene muchos más medios materiales que, por ejemplo, hace dos décadas (en el último ciclo de la derecha en el poder), pero la distancia con los ricos no se ha acortado. Es el célebre dilema de Pareto: las diferencias sociales no disminuyen, sin importar cuánto avancen los de abajo. El cambio respecto a aquel pasado es que ahora los que se autocalifican como el último eslabón social, como “clase baja”, no solo disponen de bienes de consumo sino que tienen más educación, más salud, y están dispuestos a reivindicar sus derechos. Demandan bienes públicos, bienes políticos y sienten la falta de instrumentos de inclusión, más allá de los bienes económicos.

Ello explicaría que en el caso de Brasil, Lula enfrentase escándalos de corrupción que no tuvieron mayor trascendencia ni obstaculizaron su mandato presidencial. La diferencia con el periodo de Dilma Rousseff es la crisis económica (recesión, desempleo, incremento de la deuda pública, inflación...). Según la politóloga Tatiana Benavides (Infolatam de 12 de mayo), para entender la crisis institucional brasileña es preciso visibilizar la amenaza que constituye la convergencia de la corrupción con la recesión económica para la credibilidad y la estabilidad de los Gobiernos de la zona.

La popularidad de los gobernantes es extremadamente porosa cuando se presentan escándalos de corrupción en un contexto de grave crisis económica. Un estudio realizado por los académicos Carlin, Love y Martínez (Political Behavior, 2015) indica, después de analizar datos de 84 Administraciones presidenciales en 18 países de América Latina, que si la inflación y/o el desempleo aumentan, la corrupción tienen un mayor impacto negativo sobre la credibilidad de los Gobiernos. Es muy interesante el cambio de sensibilidad en la zona a partir de los años 2010 y 2011: muchos países llegan del “quinquenio virtuoso” (2002 a 2007) con altas tasas de crecimiento, fuerte incorporación de familias a la clase media y con la salida de 100 millones de ciudadanos de la pobreza. La zona aumentó la cobertura de la educación, hubo avances sustanciales en el acceso a la salud, la vivienda y la protección social y se empoderó a una parte de la población, transformando a sus componentes de súbditos en ciudadanos críticos.

Estos ciudadanos críticos están menos dispuestos que antes a perder lo avanzado en ese periodo. Las reacciones disidentes y las protestas se manifiestan de muchas maneras, desde la presencia en las calles hasta el absentismo electoral (no nos representan) pasando por el uso masivo de las redes sociales. Dice el Latinobarómetro que el ciudadano latinoamericano no escribe cartas ni se acerca a la oficina de su parlamentario como describe la teoría política liberal, sino que se va a la televisión, las redes sociales o simplemente a la calle, muchas veces sin autorización gubernativa, para denunciar y reclamar. No es anómico.

Ello es más significativo porque tras dos décadas de mediciones del Latinobarómetro, el promedio de la región no ha avanzado en el fervor hacia la democracia. El apoyo a la misma como el mejor régimen de gobierno posible, la indiferencia y el porcentaje de ciudadanos que en algunas circunstancias elegirían regímenes autoritarios no ha variado sustantivamente.

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