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Tribuna
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¿Por qué la corrupción importa?

En las últimas décadas el delito se ha vuelto más sofisticado

Rafael Ricoy

El papa Francisco ha dicho que la corrupción es “la gangrena de un pueblo”. El secretario de Estado norteamericano, John Kerry, la ha definido como un “radicalizador” porque “destruye la fe en la autoridad legítima”. Y el primer ministro británico, David Cameron, la describió como “uno de los mayores enemigos del progreso en nuestro tiempo”.

La corrupción, en pocas palabras, es el abuso de la función pública para beneficio personal. Cada vez más, los líderes reconocen que es una amenaza para el desarrollo, la dignidad humana y la seguridad global. En la cumbre anticorrupción que se llevará a cabo en Londres el 12 de mayo, los líderes mundiales —junto con representantes de empresas y de la sociedad civil— tendrán una oportunidad crucial para actuar a partir de este reconocimiento.

La corrupción es denunciada en distintas culturas y a lo largo de la historia. Ha estado entre nosotros tanto tiempo como el Gobierno; pero, a diferencia de otros delitos, en las últimas décadas se ha vuelto cada vez más sofisticada, con efectos devastadores para el bienestar y la dignidad de infinidad de ciudadanos inocentes.

Para empezar, la corrupción perjudica las perspectivas de crecimiento. Cuando, por ejemplo, la estafa pública es descontrolada, las regalías por los recursos naturales se roban en la fuente de origen o el sector privado está monopolizado por una red reducida de compinches, las poblaciones no pueden concretar su potencial.

Ahora bien, la corrupción también tiene otro impacto que no es tan reconocido. Mientras los ciudadanos ven a sus líderes enriquecerse a expensas de la población, cada vez se sienten más frustrados y enojados. Estos sentimientos pueden conducir a un malestar civil y a un conflicto violento.

Muchas crisis de seguridad internacionales hoy están arraigadas en esta dinámica. La indignación ante el comportamiento despótico de un oficial de policía corrupto llevó a un vendedor de fruta tunecino a prenderse fuego en 2010. Esto desató revoluciones en todo el mundo árabe. Los manifestantes exigían que determinados ministros fueran arrestados y llevados a juicio, y reclamaban la devolución de los activos robados —demandas que rara vez se acabaron cumpliendo—.

En lugares donde los funcionarios del Gobierno sacan provecho de su enriquecimiento e impunidad (y a veces hacen alarde de ellos), los movimientos extremistas —como los talibanes, Boko Haram y el Estado Islámico— explotan la furia de los ciudadanos. La única manera de restablecer la integridad pública, aseguran esos grupos, es por medio de un código de conducta personal aplicado de manera rígida. Sin ningún recurso viable —y ningún camino de seducción pacífica—, ese lenguaje se ha vuelto más y más persuasivo.

“Para determinar la mejor estrategia en cada caso específico, los Gobiernos deben analizar el problema de manera más efectiva, lo que implica mejorar la recopilación de inteligencia y datos”

Es claro que se debe combatir la corrupción. Lo que no está tan claro es cómo. En un mundo de demandas en conflicto, los Gobiernos corruptos pueden dar la impresión de cumplir propósitos vitales. Uno despliega soldados para combatir al terrorismo; otro ofrece un suministro esencial de energía o un acceso a materias primas. Los líderes inevitablemente deben lidiar con compromisos difíciles.

Para determinar la mejor estrategia en cada caso específico, los Gobiernos deben analizar el problema de manera más efectiva, lo que implica mejorar la recopilación de inteligencia y datos. Como sostiene la experta en seguridad Sarah Chayes en Against Corruption (Contra la corrupción), el volumen de ensayos que el Gobierno británico publicará con ocasión de la cumbre, la corrupción hoy es una práctica estructurada. Es el trabajo de redes sofisticadas, no muy diferentes del crimen organizado (a las que suelen integrarse funcionarios corruptos). Los Gobiernos deben estudiar estas actividades y sus consecuencias de la misma manera que estudian a las organizaciones criminales o terroristas transnacionales.

Una vez que cuentan con estas valoraciones, los países donantes deben estructurar la asistencia de un modo que mitigue los riesgos de corrupción. La asistencia militar o para el desarrollo no es apolítica. Los programas deben diseñarse de modo tal de asegurar que los fondos no caigan en manos de élites cleptocráticas. Esto significa que los esfuerzos anticorrupción ya no pueden ser derivados a especialistas con recursos insuficientes; deben ser centrales para la planificación de iniciativas de desarrollo importantes o la venta de sistemas de armas costosos. Los Gobiernos receptores deben entender que el financiamiento se agotará si ellos siguen despilfarrándolo o robándolo.

En verdad, la corrupción y sus implicaciones deben estar presentes en la interacción de los funcionarios occidentales con sus pares en el mundo en desarrollo. Los ministerios en los que hemos desarrollado nuestras carreras —los departamentos de Estado y de Defensa de Estados Unidos, respectivamente— le dan mucha importancia a construir relaciones. Los diplomáticos dependen de estas relaciones para promover sus intereses nacionales, y los vínculos profesionales entre los oficiales militares muchas veces son los únicos canales para capear tormentas políticas. Pero diplomáticos y cúpulas militares por igual deberían estar dispuestos a dar un paso atrás cuando fuera apropiado, condicionar sus interacciones y hacer uso de la capacidad de presión de la que disponen —inclusive a riesgo de desatar la ira de sus homólogos—.

Sin embargo, como demuestran las revelaciones recientes sobre abastecedores de sociedades ficticias o sobornos por parte de intermediarios, gran parte de la capacidad real de influir se encuentra en casa —en la industria financiera e inmobiliaria nacional, en firmas de relaciones públicas y legales que realzan la imagen de los cleptócratas y en las universidades que educan a los hijos de los funcionarios corruptos y solicitan sus donaciones—. La aplicación de la Ley de Organizaciones Corruptas e Influenciadas por Actividades Ilegales de Estados Unidos (RICO, por sus siglas en inglés) para imputar a funcionarios de la FIFA, el organismo rector del fútbol internacional, muestra que poner la mira en proveedores de servicios occidentales puede frenar la corrupción entre funcionarios extranjeros.

Otra herramienta importante en la lucha contra la corrupción será la innovación tecnológica, que puede reducir las oportunidades de cometer delitos, empoderar a los ciudadanos para denunciar prácticas ilegales y mejorar la transparencia y la responsabilidad del Gobierno. Ya se han tomado medidas en varias áreas, desde el empadronamiento de votantes por medios electrónicos hasta pagos electrónicos a empleados públicos. Si bien la tecnología no es ninguna panacea, cuando se la combina con reformas políticas inteligentes, puede hacer un aporte significativo para la lucha por una buena gobernanza.

Ninguna de estas sugerencias será fácil de implementar. Pero para enfrentar muchas de las crisis que hoy acosan al mundo, un foco contundente en la lucha contra la corrupción es vital. Nuestra esperanza es que la inminente conferencia en Londres demuestre la unidad de propósito y el compromiso con la acción que tanto se necesitan.

William J. Burns ha sido subsecretario de Estado norteamericano y es presidente del Carnegie Endowment for International Peace. El almirante Mike Mullen ha sido jefe del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos.

© Project Syndicate, 2016.

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