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Columna
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¿Cómo se consigue el cambio?

Aunque el idealismo está muy bien, no es una virtud a menos que se acompañe de realismo

Paul Krugman
El presidente de EE UU, Barak Obama, durante una intervención en Detroit.
El presidente de EE UU, Barak Obama, durante una intervención en Detroit. Daniel Mears (AP)

Todavía hay bastantes expertos decididos a fingir que los dos grandes partidos de Estados Unidos son simétricos; igual de reacios a afrontar la realidad, igual de obligados a adoptar posturas extremas por los grupos de presión y rabiosamente partidistas. Por supuesto, son tonterías. Planned Parenthood no es lo mismo que los hermanos Koch, como tampoco Bernie Sanders es el equivalente moral de Ted Cruz. Y sigue sin haber un homólogo demócrata de Donald Trump.

Es más, cuando los expertos que se autodenominan centristas hablan con concreción de las políticas que quieren, tienen que dar mil vueltas para no admitir que lo que describen son, básicamente, las posiciones de un tipo llamado Barack Obama. Aun así, existen ciertas corrientes de la vida política que sí discurren por ambos partidos. Y una de ellas es la persistente y falsa ilusión de que una mayoría oculta de votantes estadounidenses respalda las políticas radicales o se le puede convencer para que lo haga, siempre que la persona adecuada las defienda con el fervor suficiente.

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Lo vemos en la derecha, entre los conservadores más extremistas, que insisten en que solo la cobardía de los dirigentes republicanos ha impedido la revocación de todos los programas progresistas instaurados desde hace dos generaciones. De hecho, también vemos otra variante de esta tendencia entre los republicanos refinados, los del club de campo, que siguen imaginando que representan a la corriente mayoritaria del partido aun cuando los sondeos demuestran que casi dos tercios de los probables votantes de las primarias apoyan a Trump, Cruz o Ben Carson.

Por otra parte, para la izquierda siempre existe un contingente de votantes idealistas deseosos de creer que un líder lo bastante altruista podría apelar a lo mejor de la naturaleza estadounidense y persuadir a la ciudadanía de que apoye una reforma radical de nuestras instituciones. En 2008, ese contingente se congregó en torno a Obama; ahora respalda a Sanders, quien ha adoptado una postura tan purista que, el otro día, criticó a Planned Parenthood (que ha apoyado a Hillary Cinton) por formar parte de “la clase dirigente”.

Pero como descubrió el propio Obama nada más asumir el cargo, la retórica transformativa no es el camino hacia el cambio. Lo cual no significa que él sea un fracaso. Al contrario, ha sido un presidente de lo más trascendente, y ha hecho más por sacar adelante los programas progresistas que cualquier otro desde Lyndon B. Johnson.

Sin embargo, sus logros han dependido en todo momento de la aceptación de medidas a medias, porque son mejores que nada: una reforma sanitaria tras la cual gran parte del sistema sigue siendo privado; una reforma financiera que limita mucho los abusos de Wall Street sin destruir por completo su poder; subidas de impuestos a los ricos, pero ningún plan de gran envergadura contra la desigualdad.

Existe una especie de pequeña controversia entre los demócratas sobre quién puede afirmar que es el verdadero heredero de Obama, si Sanders o Clinton. Pero la respuesta es evidente: Sanders es el heredero del candidato Obama, pero Clinton es la heredera del presidente Obama. (De hecho, la reforma sanitaria que se aprobó era, en esencia, una propuesta de ella, no de él).

¿Podría Obama haber sido más transformador? Tal vez podría haberse arriesgado más, pero lo cierto es que salió elegido en las circunstancias más favorables posibles —una crisis financiera que desprestigió por completo a su predecesor— y, aun así, se enfrentó a una oposición devastadora desde el primer día.

Y la pregunta que deberían plantearse los defensores de Sanders es si alguna vez ha funcionado esa teoría suya sobre el cambio. Incluso Roosevelt, que capeó el temporal de la Gran Depresión y obtuvo una mayoría aplastante, tuvo que ser pragmático desde un punto de vista político y trabajar no solo con los grupos de presión, sino también con los racistas sureños.

Recuerden, además, que las instituciones que Roosevelt creó eran añadidos, no sustitutos: la Seguridad Social no reemplazó las pensiones privadas, a diferencia de la propuesta de Sanders de sustituir los seguros privados por la atención privada con financiación pública. Ah, y al principio la Seguridad Social solo cubría a la mitad de los trabajadores, y en consecuencia excluía en gran medida a los afroamericanos.

Para que quede claro: no pretendo decir que alguien como Sanders sea inelegible, aunque es evidente que los operarios republicanos preferirían enfrentarse a él que a Clinton; saben que el apoyo del que ahora goza Sanders no significa nada porque todavía no se ha enfrentado nunca a su máquina de ataque. Pero aunque se convirtiera en presidente, acabaría topándose con las mismas realidades inexorables que han atado de manos a Obama.

La cuestión es que, aunque el idealismo está muy bien y es esencial —hay que soñar con un mundo mejor—, no es una virtud a menos que vaya acompañado de un realismo pragmático en cuanto a los medios con los que lograr esos fines. Eso es así, incluso cuando, como hizo Roosevelt, uno capee un maremoto político que acaba llevándole a la presidencia. Y es todavía más cierto para cualquier demócrata actual, que tendrá suerte si su partido controla siquiera una cámara del Congreso en algún momento de esta década.

Lo siento, pero no tiene nada de noble ver que los valores caen derrotados porque uno ha preferido los sueños felices a la dura reflexión sobre los medios y los fines. No hay que dejar que el idealismo se convierta en una complacencia destructiva.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía 2008. ©The New York Times Company, 2016. Traducción de News Clips.

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