El dilema del imperio celeste
El modelo que ha sacado a 400 millones de personas de la pobreza da síntomas de agotamiento
China está en una fase crucial de su desarrollo. Tras décadas de un crecimiento de dobles dígitos que ha aupado a la potencia asiática como la segunda economía mundial y que ha sacado a 400 millones de personas de la pobreza, el modelo da señales de agotamiento. Los salarios ya no son tan bajos como para ser competitivos, las desigualdades sociales son evidentes y el medio ambiente sufre el desgaste de unos años en los que lo único que ha importado ha sido el aumento del PIB.
Los nuevos líderes del país, el presidente Xi Jinping y el primer ministro Li Keqiang, llegaron al poder conscientes de ello y han puesto en marcha una serie de medidas llamadas a cambiar los cimientos del país en el terreno económico y que, a largo plazo —algunos dicen a medio— quieren encumbrar a China como primera potencia mundial, a la altura de las más desarrolladas de las economías.
‘El Sueño Chino’, el lema que consagra todo este proceso, pasa inexorablemente por un mayor protagonismo del mercado en la economía, cuyos sectores estratégicos siguen dependiendo de los tentáculos del Estado. Se huelen cambios en las todopoderosas empresas estatales, en el sistema financiero y hasta en la política demográfica, todo para que sea el ciudadano chino, no su Gobierno, el que tire de la economía del país.
Los cimientos de algunos de ellos ya se han puesto en marcha: se han dado pasos para fomentar la propiedad mixta en empresas estatales, o se ha puesto fin al control estatal sobre los tipos de interés de los préstamos.
Pero cambiar los pilares de este modelo no es tarea fácil en un país donde la elite política y la económica son difíciles de distinguir. Si la voluntad de reforma económica está clara, en el ámbito político se ha optado por el inmovilismo. Existen grupos de interés con mucha influencia que presionan por una transformación menos brusca, algo que retrasa el calendario de las reformas y choca frontalmente con el ímpetu del sector privado. Éste gana terreno en el ecosistema chino pero no puede desarrollarse por completo sin un marco que le asegure unas reglas del juego para competir de igual a igual. Algunas reformas han quedado aplazadas, como la liberalización de las tasas de los depósitos, lo que perpetúa la existencia de un sector bancario en la sombra.
Todo esto en un contexto en el que China sigue pendiente de la recuperación de la economía mundial y es, a su vez, el gran motor de crecimiento global. Obviamente esta metamorfosis contribuye a la desaceleración de la economía —aumentó un 7,4% en el primer semestre—, pero esta no es una razón para no continuar con las reformas. Abandonar ahora, dicen los expertos, llevaría al desastre. Hay que priorizar la calidad sobre la cantidad.
Es el momento de tomar la iniciativa. El Ejecutivo de Xi Jinping no ha dudado en ponerse al volante, pero hacia dónde llevará el coche, cuál será el trayecto preciso y a qué velocidad se desplazará es aún una incógnita. No es una incógnita baladí. Del éxito de sus reformas dependerá el futuro del país y muy probablemente el del propio Partido Comunista.
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