Humberto Arenal, un intelectual de palabra
Humberto Arenal (La Habana, 1926) murió el 26 de enero en la ciudad en la que había nacido y de la que no quiso marcharse desde que en 1959 Fidel Castro lo convenciera para dejar Nueva York y participar en la refundación de la cultura cubana. Eran tiempos de épica y el país necesitaba a sus intelectuales de vuelta. Arenal le dio a Fidel lo único que tenía, su palabra. Y cumplió.
De Nueva York se trajo la primera novela de la Revolución: El sol a plomo, y también una familia, montones de libros y una máquina de escribir. Dejó su barrio de Manhattan para irse a hacer literatura, guiones y obras de teatro a un país que convirtió la alfabetización en una bandera y al Quijote en un superventas. Suyos fueron los diálogos del primer largometraje de Tomás Gutiérrez Alea, Historias de la Revolución (1960). Y suyas fueron también algunas de las mejores crónicas de aquel semanario cultural llamado Lunes de Revolución que dirigía Guillermo Cabrera Infante y donde colaboraban autores como Alejo Carpentier o Severo Sarduy. Pero Arenal nunca fue un sectario, y cuando la política dividió a los intelectuales entre los que están conmigo o están contra mí, se negó a formar parte del bando de los dogmáticos. Él había vuelto a Cuba para hacer cultura, no para cavar trincheras. No renunció a ninguno de sus amigos, ni siquiera a los homosexuales, como Virgilio Piñera o Calvert Casey. Y aunque la Revolución le pagó su insolencia impidiéndole publicar durante años, Arenal permaneció fiel a la palabra que le dio a Fidel en Nueva York. Y siguió dedicándose a la cultura. Encontró refugio en el teatro y en las aulas del Instituto Superior de Arte, donde enseñó a generaciones enteras de actores y dramaturgos. En la soledad de su casa no dejó de escribir ni un solo día: novelas, cuentos, críticas de cine, de teatro. Cuando le permitieron volver a publicar, no pidió explicaciones. Lo aceptó con la generosidad que le faltó a quienes durante tantos años se lo impidieron.
Fue Premio Nacional de Literatura cubano tras ser represaliado por el régimen
Cuando lo conocimos vivía en un apartamento minúsculo de un barrio prefabricado. Y si se quejaba de algo, era de no tener espacio para sus infinitos libros. Tuvo la suerte de que en los últimos años de su vida, Abel Prieto, ministro de Cultura, supo reconocerle sus méritos. Le dieron un merecido Premio Nacional de Literatura y un apartamento más amplio, sin lujos y donde, para su sorpresa, nunca faltaba el agua. Seguramente Humberto Arenal mereció mucho más, pero nos consta que antes de morir, y mientras se lo permitió su enfermedad, gozaba de una tranquilidad de conciencia que solo pueden permitirse los que no le deben nada a nadie, los que nunca hicieron concesiones. Y eso en un país de revoluciones, traiciones y excesos lo convierte en alguien extraño, un personaje casi de cine antiguo, un hombre en el que puedes confiar. Un intelectual íntegro.
Alejandro Hernández es guionista y escritor y Manuel Martín Cuenca, director de cine.
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