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Necrológica:'IN MEMORIAM'
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Alexis Weissenberg o el artista del siglo XX

En el principio de su monumental historia de la música del siglo XX, El ruido eterno, Alex Ross sitúa una cita de Thomas Mann que, por su ambivalencia, nos deja un regusto amargo. "Tengo la impresión de que la música", escribe en Doktor Faustus, "pertenece a un mundo de espíritus por cuya absoluta fiabilidad en cuestiones de razón y dignidad humana no querría poner yo mi mano en el fuego. Que, pese a ello, me sienta apegado a ella con todo mi corazón constituye una de esas contradicciones que resultan indisociables de la naturaleza humana". El caso de Alexis Weissenberg, fallecido el pasado día 8, fue, seguramente, el inverso: en tanto que europeo de origen judío, las circunstancias históricas que le tocó vivir fueron lo suficientemente dramáticas como para poder desconfiar de cualquier realización o tradición humana, y sin embargo, se apoyó en esa misma cultura como medio de superar tales avatares. Porque Weissenberg, que a diferencia de Mann no recelaba de los músicos, sí lo hacía de una sociedad que no siempre les deja el margen de autonomía que precisan para brillar, y toda su vida consistió en una enriquecedora lucha entre los mundanos requerimientos que rodean al pianista de renombre y la intimidad necesaria para llegar a ser lo que fue, un músico excepcional.

Quienes conocimos al pianista caímos fascinados por su sensibilidad
Un oficial alemán le sacó del campo de concentración al oírle interpretar

Así, Weissenberg es el prototipo de artista del siglo XX, que si por una parte tiene razones para dudar de la salud mental del entorno que le rodea, por otra encuentra en la música su tabla de salvación. Fue literalmente eso, tabla de salvación, cuando durante la II Guerra Mundial un oficial alemán -quizá uno de esos en cuya inexplicable naturaleza era compatible la emoción ante una cantata de Bach con la crueldad extrema hacia el ser humano- le sacó del campo donde se encontraba detenido al oírle tocar el acordeón. Y continuó representando una vía hacia una existencia mejor, ejerciendo una función redentora a lo largo de toda su carrera, al centrarle en lo único verdaderamente importante: su arte. Eso explica su silencio a mediados de la década de los cincuenta, cuando se retiró a reflexionar para luego retomar una trayectoria que le llevaría a lo más alto. Weissenberg, que además de intérprete compuso un sonido plenamente moderno, en ocasiones de corte jazzístico, se remitía siempre a ese mundo más elevado en el que las miserias terrenales pierden sentido y es posible encontrar consuelo. Los compositores, decía, son seres que están por encima de nosotros. Ellos están arriba y nosotros estamos debajo. Los intérpretes somos necesarios para la reproducción musical pero estamos a millones de años luz de los compositores. Pero él sabía que en la música la creación no agota el acontecimiento cultural. Sin el intérprete, que recrea la composición, la partitura no adquiere la condición plena de obra de arte.

Quienes tuvimos el privilegio de conocerle caíamos fascinados ante su sensibilidad. En esa manera de estar y no estar en el mundo, de compartirlo con sus contemporáneos y de retirarse a un orden superior, de deslumbrar en las giras y de abrir un paréntesis en ellas, de coexistir con su tiempo pero manteniendo un cierto canon, de correr riesgos aunque sin ir nunca tan lejos que se perdiera el propio sentido musical, reconocemos a un inmenso artista que no merece ser olvidado, y cuyo rigor nos reclama el esfuerzo de acercarnos a su legado desde el respeto y la admiración. Oírle hablar era tan enriquecedor como escuchar sus interpretaciones. Contaba lo difícil que le resultaba penetrar en el universo de Bach. Decía que su sensación no era de libertad sino de liberación, de adquisición de un poder y una fuerza que le permitía superar toda necesidad física o material para complacerse, en estado puro, en comunión directa con el espíritu más elevado.

Hace ya algunos años, después de mucha resistencia, más emocional que racional, me rendí a la grabación digital y, por razones de espacio, tuve que separarme de mi colección de discos de vinilo, en parte heredada de mi padre, en parte objeto de pasión de mi juventud. Pero quise conservar algunos, muy pocos. Me siguen acompañando siempre que escucho música aunque, ya jubilado mi viejo plato Garrard, sé que nunca podré volver a escucharlos. No importa, están ahí para recordarme lo que la música ha significado en mi vida y que a ella le debo, a través de las emociones que me ha regalado y los horizontes inalcanzables que me ha abierto, haberme aproximado al camino que hay que seguir para dar sentido a una existencia que tan a menudo parece empeñarse en no tenerlo. Y entre los elegidos, junto a Cortot, Thibaud y Casas, junto a Furtwängler y a Schwarzkopf, está él. Está su interpretación de las Variaciones Goldberg, cuya magia radica en entender, como nadie lo había hecho hasta entonces, la intención de Bach de reunir los tres elementos fundamentales que las caracterizan: Dios, el hombre y el orden.

Cuando su hija Cristina me llamó para decirme que había muerto, después de un largo tiempo en el que su enfermedad apartó a la música de su vida, pensé en lo mucho que le debemos a Alexis Weissenberg quienes tuvimos la ocasión, a través de su música, de intuir cómo será ese tiempo y espacio eterno al que él, como solo pueden hacer los elegidos, llegó mucho antes de su muerte.

El pianista Alexis Weissenberg, dirigido por Herbert von Karajan.
El pianista Alexis Weissenberg, dirigido por Herbert von Karajan.CORDON

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