Los pueriles creyentes en la triple A
Es asombrosa la docilidad que nos hace aceptar que la política se elabora, como decía De Gaulle, "en la Bolsa", en esas superbolsas de ilusiones en las que se han convertido las agencias de calificación
Debe enloquecer una época, debe perder sus referencias y sus brújulas para que el asunto de la retirada de la "triple A" a Francia por parte de una de las tres grandes agencias de calificación adquiera semejante importancia?
Porque... recapitulemos.
Tenemos una empresa, Standard & Poor's, que lleva a cabo su trabajo, gana sus cuotas de mercado, aumenta y consolida sus beneficios y enriquece a sus accionistas ofreciendo -algo que está en su derecho de hacer- un producto concreto denominado calificación.
Tenemos una empresa que no deja de equivocarse -cosa a la que también tiene derecho, pero que debería despertar, al menos, alguna sospecha- y que, desde Enron hasta las subprimes, desde la quiebra de Lehman Brothers hasta la de la deuda griega, no ha visto venir ninguna de las crisis que han llevado al mundo al borde del abismo.
La rebaja de la nota de Francia, obra de un alemán y un esloveno, fue como si Júpiter desatara la tempestad
Un mundo en el que ni gobernantes ni gobernados puedan decidir libremente es un mundo condenado
Y tenemos una empresa -seguimos hablando de Standard & Poor's- cuyos criterios de valoración están, como en todas las actividades humanas, impregnados de subjetividad; una empresa cuyas metodologías son no solo confusas, sino opacas, y hacen gala, por lo poco que se sabe, de una extraordinaria falta de profesionalidad: al fin y al cabo, esta retirada de la triple A francesa fue, según cuenta Le Monde (15-16 de enero), obra de un analista alemán que, acompañado de un ayudante esloveno, pasó "varios meses" recogiendo "datos públicos", mezclándolos con los resultados de "varias entrevistas" con "ministros", "miembros de la oposición" y "banqueros", y al que, al final, "bombardeó a preguntas" durante una "sesión de videoconferencia" un grupo de "cinco a quince personas" que no conocían especialmente bien el dossier.
Ahora, cuando se conoce el veredicto, cuando, después de un suspense sabiamente orquestado por sus servicios de comunicación, la agencia dicta su fallo, hace público el resultado de la pequeña reflexión de los dos analistas (de nuevo según la investigación de Le Monde) aguijoneados por un grupo de cinco a quince personas "más o menos expertas", entonces llega la tormenta, el maremoto de comentarios y arrepentimientos, el terremoto nacional y mundial: es como si Júpiter hubiera desatado los truenos, como si Dios hubiera hablado, como si la verdad hubiera caído sobre nuestras cabezas, y las escasas voces razonables que intentan matizar -"Es un punto de vista interesante, pero nada más que un punto de vista, y quizá convendría cotejar con otros sus confusas conclusiones"- se ven arrastradas por la marea.
Dejo a un lado las consecuencias concretas que va a tener esta nota.
Dejo a un lado los planes de austeridad, los despidos masivos, las medidas más o menos brutales que van a sucederse de manera automática.
Dejo a un lado el hecho de que la suerte y la vida de millones de hombres y mujeres dependen, en este instante, de los dados que arroja una agencia cuyo punto de vista, repito, no es jamás "objetivo" ni "científico" y, de hecho, es desmentido unos días más tarde, como debe ser, por una agencia rival.
Lo más asombroso, en este asunto, es el entusiasmo de los actores políticos y la opinión pública; nuestra aceptación inmediata de algo que no hay más remedio que llamar una imposición, por no decir abuso de poder; es este fenómeno de intoxicación, casi de hipnosis colectiva, que nos hace consentir una degradación (¡qué palabra!) sobre cuyos orígenes, justificaciones y motivos no se pregunta nadie o casi nadie; es el hecho de que estemos tan poco dispuestos a rebelarnos contra este fetichismo absurdo, esta caricatura de dictadura de los famosos mercados financieros; es la docilidad que nos hace aceptar, al unísono, que la política de Francia y el mundo se elabora, como decía el general De Gaulle, "en la Bolsa", en esas superbolsas de ilusiones en las que se han convertido las agencias; es, en una palabra, el extraño consenso en torno a esa nueva forma de lo que Étienne de La Boétie llamaba la servidumbre voluntaria, que ha alcanzado ya un nivel sin precedentes.
Hace unos años, el psicoanalista Jacques-Alain Miller y yo nos alarmábamos ante esta manía que estaba asomando en el terreno de la salud mental y que ya se denominaba la manía de la calificación.
Emprendimos una guerra contra la infantilización de las mentes que entrañaba esa obsesión evaluadora, y contra la cosificación, literalmente la deshumanización, que iba a ser su correlato inevitable.
No imaginábamos entonces ni hasta qué punto teníamos razón ni hasta qué extremos dignos de Ubu iba a llegar esta ideología cuando alcanzara a imponerse, después de un vuelco de lo más irónico, a los mismos que, en aquel entonces, intentaban hacer pasar sus poderes por saberes.
Hoy estamos aquí y tenemos la posibilidad de escoger entre dos actitudes.
O divertirnos al ver al cazador cazado, los evaluadores evaluados, los amos del saber-poder de antaño ante sus propios amos.
O llegar a la conclusión de que la escuela de la sumisión acaba de alcanzar su última etapa y que un mundo en el que ya no se encuentra a nadie, gobernante ni gobernado, que pueda decidir libremente, es un mundo condenado.
Como odio, en esto y en todo, la política de lo peor y las tristes alegrías del nihilismo, yo opto, desde luego, por la segunda vía: nunca es demasiado tarde para resistir; es necesario reanudar el combate. -
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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