Tambores de guerra contra Irán
Lo malo de los juegos de guerra es que a cualquiera se le puede escapar un tiro y entonces se lía la de San Quintín. Resulta, pues, muy alarmante que Estados Unidos e Israel, en un rincón del cuadrilátero, e Irán, en el otro, libren ya una feroz guerra secreta (espionaje, atentados y asesinatos) a cuenta del programa nuclear del régimen de los ayatolás, galleen en el embudo de Ormuz y vayan subiendo el volumen de sus tambores de guerra. Pueden ir de farol, pero juegan con fuego. Y en una de las zonas más inflamables del planeta.
La buena noticia es que Obama no quiere esa guerra, que, según observa Antonio Caño desde Washington, ya se habría producido con cualquier otro político en la Casa Blanca. Obama demuestra así tener bastantes más luces que los halcones israelíes y norteamericanos: una guerra en Irán sería un desastre para la comunidad internacional tan grande o mayor que el de Irak.
El régimen de Teherán está más débil que nunca. Una agresión exterior podría reforzarlo
Los ultras de Israel están haciendo lo posible para arrastrar a Obama a una guerra con Irán
Si esa guerra se limitase a un ataque aéreo a determinadas instalaciones iraníes, tal vez conseguiría retrasar el programa nuclear de los ayatolás, pero lo haría a costa de reforzar la legitimidad interna de su régimen y darle un aura de martirio a escala regional y en el conjunto del mundo musulmán; dos regalos del cielo para los herederos de Jomeini. Y si incluyese una invasión terrestre, tendríamos que prepararnos para años de sangrientas turbulencias adicionales en el planeta.
El régimen iraní es hoy más débil que en ningún otro momento de sus tres décadas de historia. Lo inteligente es adoptar una estrategia que acelere su agonía, no una que le regale oxígeno suplementario.
Hasta ahora, el jomeinismo es uno de los grandes derrotados de la primavera árabe. Perdió cualquier tipo de legitimidad con el pucherazo electoral de 2009 y las manifestaciones en Teherán de aquel año confirmaron que resulta terriblemente casposo para la juventud urbana iraní. Dos años después, las revoluciones seculares de Túnez y Egipto redujeron aún más sus aspiraciones de convertirse en un referente ideológico y político que vaya más allá del mundo chií, de las comunidades chiíes de Irak, Bahréin y Líbano.
La República Islámica de Irán celebrará elecciones legislativas el próximo marzo y presidenciales en 2013. Su situación interna es de estrecheces económicas para la mayoría de la población y divisiones políticas en el seno del mismo régimen. Al enfrentamiento entre los reformistas y conservadores de 2009 se le han añadido las querellas en el seno de estos últimos, y en concreto, el pulso entre el presidente Ahmadineyad y el líder supremo, el ayatolá Jamenei.
Tampoco es boyante su situación internacional. Puede que Ahmadineyad haya sido recibido cordialmente en Caracas y La Habana, pero la cotización del régimen que preside ha bajado muchos enteros en Oriente Próximo. La primavera árabe le ha quitado atractivo al modelo jomeinista incluso en los sectores islamistas y ha colocado contra las cuerdas a su único aliado árabe: la dictadura siria de los Asad. Entre los árabes, el influjo de Irán va limitándose a los chiíes (y sus parientes alauíes) mientras crece el de Turquía.
El Irán jomeinista es un país de unos 70 millones de habitantes, con grandes riquezas petroleras, un Estado sólido para la media de Oriente Próximo y una hábil diplomacia. Su ascenso regional en la primera década del siglo XXI fue fruto tanto de una astuta combinación de fuerza y prudencia como de toda una racha de buena suerte. El hundimiento de la Unión Soviética le quitó de encima la amenaza comunista; la invasión de Afganistán por Estados Unidos le eliminó al incómodo vecino talibán, y el mismo Estados Unidos derrocó a su gran rival, Sadam Husein, y le abrió las puertas de la mayoritaria comunidad chií de Irak.
Pero el viento cambió para la República Islámica a partir de 2009. El pucherazo electoral de Ahmadineyad y su entonces valedor, el ayatolá Jamenei, desencadenó una oleada de manifestaciones juveniles en Teherán que anticiparon las tunecinas y egipcias de 2011. La diferencia más significativa de aquellas protestas en relación con otras anteriores, la que comenzó a cavar la tumba del régimen, aunque la defunción tar-de algunos años en producirse, fue que Jamenei y Ahmadineyad demolieron la principal legitimidad del jomeinismo al ordenar a sus sicarios que dispararan contra las muchedumbres que en las tórridas calles y terrazas de Teherán exclamaban Alá Uakbar y exhibían el color verde del islam.
En el verano de 2009 no cabía imaginar el inmediato colapso de un régimen que aún contaba con cierto soporte popular y que había probado su fortaleza sobreviviendo a una devastadora guerra con el Irak de Sadam y a 30 años de hostilidad estadounidense y aislamiento internacional. Y, en efecto, ese colapso aún no se ha producido, aunque, ciertamente, la primavera árabe no ha sido una buena noticia para Jamenei y Ahmadineyad. Confirma a los iraníes que es posible conseguir la democracia a partir de un combate doméstico.
En esas circunstancias, un ataque exterior -israelí, norteamericano o conjunto- reforzaría al búnker jomeinista al permitirle apelar a la unidad nacional en torno tanto al islam como al nacionalismo persa agredidos. Además, una acción de ese tipo podría provocar una crisis petrolera mundial, extender las llamas del terror y la guerra por Oriente Próximo y más allá, y afectar negativamente a la primavera árabe, restando visibilidad a los luchadores por la democracia y concediéndosela a aliados de Irán como la Siria de los Asad y los movimientos Hezbolá y Hamás. No es eso, precisamente, lo que necesita en 2012 nuestro deprimido mundo.
Desde su nacimiento en 1979, tras derrocar a ese vasallo de Washington en la zona que era el sah, el régimen de los ayatolás ha vivido en el constante temor a ser agredido directamente por los norteamericanos. Es posible que piense que tener armas nucleares es su única garantía para evitarlo. Pero resulta difícil imaginar que, incluso aunque las tuviera, sería el primero en usarlas contra Israel. No solo mataría a muchísimos palestinos, sino que se expondría a consecuencias devastadoras. Y los ayatolás no están tan locos.
Israel tiene armas nucleares y todo el mundo lo sabe. Está muy bien contado en el libro The worst kept secret (El secreto peor guardado), de Avner Cohen. Ahora Israel habla de la "amenaza existencial" que le supondría un Irán con armas nucleares, pero cabría recordar que Estados Unidos y la Unión Soviética vivieron con esa espada de Damocles durante décadas y solo el derrumbamiento del régimen totalitario de Moscú les dio a ambas potencias (y al resto del mundo) un respiro razonable. Las democracias (aunque resulte generoso calificar así lo de Putin) no se hacen la guerra.
Lo cabal sería plantear la cuestión de otro modo. ¿Y si, en vez de lanzar una acción militar que termine prestigiando a nivel interno y regional al régimen jomeinista, las democracias apuestan por un verdadero compromiso con la extensión de las libertades y los derechos en el mundo árabe y en el propio Irán? ¿Y si apoyan de veras la democratización de Egipto, la caída de la tiranía siria de los Asad y el nacimiento de un Estado palestino? ¿Dónde está escrito que a la primavera árabe no puede seguirle una primavera persa?
Puede que esta sea, más o menos, la visión de Obama. Pero como ya se ha demostrado a propósito del caso palestino, el presidente norteamericano tiene las manos atadas en Oriente Próximo (y en muchas otras cosas). Aunque no desee una guerra contra Irán, los ultras de Israel están haciendo lo posible para arrastrarle. En su última columna en The New York Times, el analista Roger Cohen sugiere la posibilidad de que Israel lance un ataque por su cuenta en los próximos meses. Sus muchos amigos en Estados Unidos aplaudirían enfervorizados y Obama se encontraría así desautorizado y frente al hecho consumado. Desde el mismo título de su columna, Don't do it, Bibi, Cohen exhorta a Netanyahu a no emprender esa vía. También para Israel sería una calamidad.
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