Puñetas

Ya está ahí Garzón. En los juicios de la tele. En sala principal, porque es del gremio. Aunque es el gremio quien se lo quiere comer, en un acto de canibalismo raro en oficio tan corporativista. No le hace falta leer a René Girard, como Camps, para que la gente entienda en clave su perfil de víctima. Aunque podría ir al juicio con tumbona, porque está todo cantado. Y si fallan esta vez, aún les quedan dos tiros más en la feria judicial. Dejarán a Garzón convertido en un peluche roto, con el que la izquierda cogerá el sueño, aferrada a sus triunfos simbólicos, pero jamás reales.
Cristina Ónega destacó en la crónica judicial que Garzón vestía de toga con puñetas en la bocamanga. Los chistes son fáciles. Por unas puñetas a Garzón lo van a sacar de la carrera judicial retransmitido por esas televisiones que solo vienen a España en san Fermín y en la tomatina de Buñol. Los encausados de Gürtel y los que se declaran víctimas de las víctimas de la Guerra Civil han logrado dotar a España de otra festividad de interés mundial. En el mundo nos conocen por nuestra particular manera de montar el entretenimiento.
Ponerle micrófonos ocultos a los abogados que visitan a sus presos en la cárcel es una fea costumbre que se aplicó en el terrorismo con agrado de todos, pero que en los delitos monetarios, donde está más justificada para evitar que se evaporen la pasta y los documentos, acaba siempre por depender del cristal con que mira el juez de turno. A los medios nos encanta, porque nos filtran conversaciones sonrojantes, pero como investigación delatan poco esfuerzo y poca precisión. Son atajos que hoy le pasan factura a Garzón, cuando el resto de los que lo aplicaron aún lucen sus medallas.
Nada es para siempre, ha declarado Rajoy como consolación frente al IVA y el IRPF, que pintan mal esta temporada. A eso se han agarrado para pactar con el Govern catalán sin que se rompa España ni se descatalanice Catalunya. Tampoco el esplendor de Garzón, su galope internacional, podía durar siempre. Como si la justicia prefiriera que sigamos sentados en un caballo sin piernas al que picamos espuelas sin movernos del sitio.
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