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Tribuna
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¿China vota?

Durante un almuerzo reciente con el embajador de Nueva Zelanda en Estados Unidos, Mike Moore, China se convirtió en el centro de la discusión. El embajador, que tuvo ocasión de supervisar la entrada de dicho país en la Organización Mundial de Comercio cuando era su director general, afirmó que el experimento había sido un éxito. La incorporación de China había ayudado a sacar a 500 millones de personas (muchas de ellas chinas) de la pobreza, aseguró.

Esta es una opinión que, hasta cierto punto, comparto; sacar a tantas personas de la pobreza no es ningún triunfo insignificante. Tampoco me gustaría unirme a las filas de quienes critican todo el tiempo a China. No creo que la economía china vaya a derrumbarse de repente a corto plazo, ni tengo la secreta esperanza de que así sea. Dado lo mucho que depende la recuperación de la economía mundial de que China continúe creciendo, y dada la fragilidad actual de la eurozona, ese es un dato muy positivo.

Se necesita una estrategia transatlántica de crecimiento que incluya a Pekín

Sin embargo, sí tengo dos objeciones que hacer al argumento del embajador:

En primer lugar, el objetivo fundamental de la OMC es hacer respetar las normas del comercio internacional, y, por muchos éxitos que haya deparado China con su incorporación, todavía no ha asumido el espíritu de lo que significa pertenecer a la organización.

Segundo, tanto en sentido literal como metafórico, China no vota.

El giro político hacia unas normas nacionales e internacionales de tipo liberal en el que muchos confiaban durante los años noventa está aún por llegar. Los empresarios y la nueva élite económica no se han levantado contra el Partido Comunista ni han exigido reformas democráticas. Muy al contrario, colaboran de manera eficiente con el partido-Estado, del mismo modo que tantos empresarios colaboraron con los regímenes fascistas en Europa durante la primera mitad del siglo XX. Las economías políticas planificadas y controladas, por repugnantes que puedan parecer a algunos, suelen ser motores eficaces del desarrollo económico. Las democracias, como demuestran los recientes problemas habidos en India a propósito de la reforma de los comercios, pueden ser caóticas y problemáticas.

Además, gracias al aumento de su poder económico, China puede permitirse no tener en cuenta las normas del internacionalismo liberal. El Gobierno sigue dedicando todos sus esfuerzos a perseguir unos objetivos económicos neomercantilistas, llevando a cabo una manipulación sistemática de su divisa -que contribuye al desarrollo de inmensos superávits comerciales-, dificultando las inversiones extranjeras y el acceso al mercado interior de otros países y comprando activos estratégicos que van desde recursos naturales hasta deuda pública de los países industrializados.

Hoy, la capacidad del mundo industrializado de asegurar su futuro económico está en tela de juicio. Los progresistas, tanto en Estados Unidos como en Europa, llevan mucho tiempo afirmando que la inversión en ciencia, tecnología y conocimiento nos permitirá desarrollar los productos y servicios del futuro y, por consiguiente, ayudará a garantizar la prosperidad económica. Ahora bien, si se chantajea a nuestras grandes empresas y se les obliga a ceder capital intelectual a cambio del acceso al floreciente mercado chino, o si el Gobierno chino sigue negándose a hacer respetar las leyes de propiedad intelectual sobre los sistemas y programas que utilizan en China, ¿qué eficacia puede tener esta estrategia de renovación económica a medio plazo?

Los ciudadanos de las dos orillas del Atlántico se dan cuenta de todo esto, y cada vez son más numerosos los que están dejando de creer en un futuro mejor para sí mismos y para sus hijos. Lo irónico es que tener una relación más estrecha con los socios internacionales se ha vuelto más necesario precisamente en el momento en que la gente está dando la espalda a la globalización. El presidente Obama dijo hace poco que Estados Unidos es hoy una potencia pacífica, una afirmación que no gustó nada a los líderes europeos. Pero lo que de verdad se necesita es una estrategia transatlántica de crecimiento económico, que incluya un plan de acción constructivo y común con respecto a China, concebido para garantizar la igualdad de oportunidades en las relaciones comerciales, el acceso al mercado y las inversiones.

Este es un proyecto que debe reunir a su alrededor una alianza transatlántica progresista: una sucesora de la tercera vía más globalizada, más intervencionista y menos ingenua. Si somos capaces de hacerlo, reanimaremos nuestro movimiento, reforzaremos nuestra posición en las negociaciones comerciales internacionales y, sobre todo, ofreceremos una base sólida y sostenible sobre la que reconstruir nuestras respectivas economías.

El tiempo lo dirá, pero, para los progresistas, quizá sí vote China.

Matt Browne es investigador titular del Center for American Progress, en el que dirige la Iniciativa para el Progreso Global. Es miembro del consejo de Policy Network y colaborador de la Fundación IDEAS. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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