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Columna
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Arte cacique

Manuel Rivas

Ni el cañón del Colorado ni las cataratas del Niágara. Uno de los lugares de naturaleza más fascinante del planeta, además de la LVI del Museo del Prado, con Patinir y El Bosco, es la sala 42 de la National Gallery, un mínimo habitáculo donde no entran más de una docena de personas. Sabemos que la Tierra, sin dejar de cumplir con su órbita, tiene unos lugares para descansar, unos puntos de apoyo, y seguro que ese es uno. Allí están los "cuatro tiempos del día" de Corot y obras de Degas y De Nittis que con tamaño mínimo propician la mirada infinita. Pero todos los ojos acaban fijándose, hechizados, en la última adquisición. La tempestad mide poco más que una mano de estibador (12 - 16,5), y fue pintada en 1862 por un artista noruego, Peder Balke, que murió en el olvido. ¿Por qué atrapa, de esa forma, un pequeño óleo con simples matices en blanco y negro? Porque condensa una exacta visión y un conocimiento de lo oscuro. Para expresarse, la verdad suele escoger el pequeño tamaño. Una boca, un libro, un loco disidente, un juez con agallas, un pez que se ríe en el mercado al paso del rey de Cachemira. Cosas así. Como ese ojo de vídeo doméstico que graba a unos marines meando sobre los muertos. En cambio, la propaganda y la mentira prefieren lo monumental. Hay una proporcionalidad entre el autoritarismo, el poder corrupto y el gigantismo de las formas. En España, con diferentes partidos, amparándose en mayorías absolutas, los viejos y nuevos caciquismos destruyeron gran parte de la costa, afearon el territorio y las conciencias, pero dejaron una notable impronta artística. Así, por ejemplo, tenemos el estilo Kim Jong-il del orensano Baltar, con sus bustos provinciales. El futurismo mussoliniano de Fabra, con su coloso aeronáutico. Y como colofón, el increíble happening del chofer, el jefe, los pollos y la cocaína. ¡Pobre tempestad!

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