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Columna
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Brutalidad de la inocencia

No hay ejecutivo de lo que sea ni becario que aspire a serlo que confíe para nada en la inocencia de los otros, sus víctimas, sus iguales, sus hermanos, sus discípulos. Y no solo eso. La inocencia, real o imaginaria, es un estorbo que no conviene erradicar, porque de lo contrario disminuiría de una manera alarmante el número de sus víctimas, sino más bien una actitud de pánfilo más o menos pasivo del que lo mejor es aprovecharse. No importa que en contadas ocasiones salga el tiro por la culata, ya que esa posibilidad no solo está prevista en la cuenta de resultados, sino también revestida de esa parodia de severidad fingida que caracteriza desde siempre la conducta de los adultos culpables. ¿Culpables de qué? De lo que sea, y no es preciso ser Franz Kafka para intuir que uno siempre acaba por ser culpable cuando crece y que cualquier tribunal podría condenarle, lo que a veces se complica debido a que el tribunal jamás es inocente. Lo peor para los niños es que desde que aprenden a caminar saben que las cartas están marcadas por reglas que desconocen pero que pronto aciertan a echar mano del chantaje (aunque todavía desconozcan el significado de esa palabra) para tratar de manejarse, dependientes como son, y lo saben, para toda su vida de una infancia sin remedio.

Nada más brutal que la inocencia, porque lo quiere todo, como si fuera un derecho temprano adquirido de una vez y para siempre, y nada más obsceno que la intención de resultar inocente para siempre jamás, como si se tratara de un mérito sin mácula y ajeno a los efectos devastadores del tiempo. Lo peor son los hábitos que genera. Harto ya de ocuparme de un tipo como Francisco Camps, hora es de reconocer que es, en efecto, inocente, ya que no tiene conciencia alguna de no serlo. A fin de cuentas ¿qué le ocurre? Que se ha visto implicado, e imputado, por un asunto de unos cuantos trajes que ni le van ni le vienen. Pero vaya si le van, y le vienen, aunque no se trate tanto de unas cuantas prendas regaladas sino de una trama muy adulta de corrupciones, en esa actitud del que cree merecer cualquier agasajo porque es el estúpido más votado en esta comunidad. Y eso plantea otra cuestión pareja a la contradicción del inocente fingido, vinculada, mira por dónde a Shakespeare, cómo no, y su maltrecho Macbeth: "Si el destino ha decidido que yo sea rey, que se me corone sin mi intervención". Solo que es muy arriesgado confundir el destino con el número de votos. Si me votan es porque me quieren, y si me quieren que lleguen, como yo, hasta el final. Y su final ha llegado, no todavía el de los presuntos inocentes que le quieren. Todo llegará, si llegamos a verlo. La presunción de inocencia, ese precioso ardid de leguleyos, rara vez contempla la contundencia de las evidencias de su pérdida. Que, por otra parte, son las nuestras.

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