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Columna
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Arrugas

Mi madre me contó una historia acaecida al parecer en un caserío cercano décadas atrás. Una de esas historias truculentas de familias, egoísmos y herencias. Unos hijos desagradecidos, ávidos de quedarse con los ahorros de su anciana y viuda madre, a la que no quedaba mucho tiempo de vida. Previendo ese final, la señora mandó hacer un vestido con el que anunció querer ser amortajada. Uno de esos vestidos antiguos, largos y con vuelo abundante. Tras su fallecimiento, los hijos descubrieron que el dinero había desaparecido; furiosos, pusieron todo patas arriba. Hasta que a uno se le hizo la luz al recordar la insistencia de su madre con el vestido. Llegaron a desenterrarla: cosido al forro de la tela, encontraron por fin el ansiado tesoro.

Al poco me relataron otra historia, ésta muy reciente. A un hombre mayor, viudo, le dio un infarto. Sobrevivió, pero en el hospital los médicos recomendaron a sus hijos que no dejaran al padre solo, debían llevarlo a su casa y hacerse cargo de él. En el pasillo tuvo lugar una ardua discusión: todos los hermanos esgrimieron razones -en apariencia impecables- para librarse de tal responsabilidad, al tiempo que echaban en cara la irresponsabilidad de los otros; gritaron, se pelearon. El hombre oyó retazos de la discusión desde su cama. Tambaleándose, se levantó, se acercó a la ventana y saltó.

Esta historia me recordó otra, como si todas fueran en el fondo ecos o copias o espejos de otras. La otra es la que relata espléndidamente Antonio Altarriba en El arte de volar, un cómic cuyo guión se basa en la historia de su padre y comienza y acaba con su suicidio, ya un anciano de 90 años, tirándose desde la ventana del cuarto piso de la residencia. Para los que habíamos abandonado la lectura de cómics en nuestros años mozos, su redescubrimiento ahora es un motivo de gozo. Las novelas gráficas para adultos (como se las llama ahora dignificándolas) multiplican su capacidad de emocionar callando y mostrando lo que no puede decirse, y narrando y verbalizando lo que no puede mostrarse. De manera sorprendente, un vehículo pretendidamente infantil resulta un medio privilegiado para contar historias de la vejez, como las que vamos enumerando.

Otro ejemplo extraordinario es Arrugas, de Paco Roca. El cómic relata la historia de Emilio, aquejado de un principio de Alzheimer, a quien su hijo "aparca" en una residencia. Un punto de partida tan común como podría serlo la historia misma, pero el hecho es que nadie sale indemne de esa visita al geriátrico, de la compañía de esos ancianos, de ese grito de vida, de esa lucha contra la decadencia. Ahora Arrugas acaba de ser llevada al cine y se estrena el 27 de enero. Yo pude verla en el Festival y les aseguro que no les defraudará. Cómo unos dibujos pueden transmitir tanto humor y tanta ternura. Cómo la vejez puede ser retratada así, en unas pocas pinceladas feroces.

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