Diplomacia a la deriva
Los primeros pasos nunca son fáciles, pero cuesta encontrar en la historia del desarrollo institucional de la Unión Europea un primer año tan poco exitoso como el que ha tenido el Servicio Europeo de Acción Exterior. Tal vez muchos de ustedes no se hayan percatado de que, desde enero de 2011, tenemos un servicio diplomático conjunto para toda la UE. No se preocupen si no lo sabían: tampoco nuestros socios internacionales parecen darse por enterados de esta innovación, prevista en el Tratado de Lisboa.
En el Servicio Europeo de Acción Exterior convergen diplomáticos tradicionales, que tienen por profesión comunicarse, encontrar acuerdos y trabajar con homólogos de otros Estados, con funcionarios de la Comisión Europea, un cuerpo multinacional acostumbrado a trabajar para el interés común con colegas de culturas e idiomas distintos, y con personas del equipo del Consejo de la UE que se ocupaba de política exterior (el que dejó Javier Solana), habituados a navegar, con pocos recursos y mucha imaginación, en la jungla administrativa bruselense y en la arena diplomática internacional. Parecería lógico que su fusión en una sola institución resultara relativamente sencilla, mucho más, por ejemplo, que crear un Banco Central Europeo. Las señales que llegan de Bruselas son exactamente las contrarias: personas cuya tarea es lidiar con negociadores brasileños, periodistas ucranios, príncipes saudíes o generales estadounidenses están teniendo enormes dificultades para operar en un mismo equipo con colegas que trabajaban, literalmente, al otro lado de la bruselense Rue de la Loi.
La debilidad diplomática de la UE no solo la busca Londres, también conviene a París y Berlín
No es este un fracaso colectivo de todos ellos, sino el resultado de un cúmulo de errores en la dirección del proceso. La persona al frente es Catherine Ashton, quien tomó las riendas de la representación exterior de la UE en enero de 2010, un año antes de la puesta en marcha del servicio. Ante el alud de críticas que le cayó en ese primer año por su actuación, o más bien por su inactividad, los defensores de Ashton se escudaron en el trabajo hercúleo que supondría la creación de las estructuras del Servicio Europeo de Acción Exterior. Viendo los resultados, el argumento parece casi una ironía.
A la sombra de la crisis del euro, que acapara la atención internacional y, sobre todo, la europea, el Servicio de Acción Exterior hubiese podido ganar nuevos espacios y consolidarse en zonas más cercanas o menos problemáticas. Sin embargo, su despliegue estuvo plagado de trabas y conflictos burocráticos que debilitaron el papel de los nuevos embajadores de la UE. Así, por ejemplo, las promesas de las autoridades europeas a los revolucionarios tunecinos, egipcios y libios siguen sin tomar cuerpo a pesar de disponer ya la UE del servicio capacitado para cumplirlas. En vez de verse liberados de las rigideces de los procedimientos de servicios exteriores con siglos de existencia, como el francés y el británico, los diplomáticos de la UE lidian con reglas de funcionamiento incluso peores. Como resultado, las jóvenes y desorganizadas asociaciones que han florecido en el norte de África se vieron a menudo abocadas a recurrir a financiadores cataríes y de otros lugares con credenciales democráticas más que dudosas, exasperadas por la incapacidad europea para responder a sus apremiantes necesidades e inquietudes.
Tomada en su conjunto, la UE es la mayor potencia diplomática global, con presencia en prácticamente todo el mundo y un total de más de 50.000 diplomáticos y otros funcionarios en activo. Sin embargo, esta suma de todas las diplomacias nacionales, cada una dedicada a defender los intereses propios, es pura especulación, y no se la puede equiparar a una diplomacia verdaderamente europea.
El peso internacional de la UE debe ganarse, sobre todo, por la acción exterior conjunta, y esta se apoya principalmente en el Servicio Europeo de Acción Exterior. Catherine Ashton ha logrado algunos éxitos (por ejemplo, sentar a serbios y kosovares en la misma mesa) y una buena relación con Hillary Clinton. Pero su desinterés manifiesto por otros ámbitos cruciales, como la cooperación en temas de seguridad y defensa, y su incapacidad por hacer buen uso de los importantes recursos que le han sido confiados, son mucho más visibles. Llama la atención que unos líderes que no dudaron en forzar el reemplazo de gobernantes electos que conservaban mayoría parlamentaria en Grecia e Italia tengan tanta paciencia con quien no cuenta con otra legitimación que la de su nombramiento in extremis en un Consejo Europeo. Tal vez sea el síntoma más claro de que la debilidad de la diplomacia europea no es solo buscada por su Gran Bretaña natal, sino que les conviene a muchos, empezando por los Gobiernos de Alemania y Francia.
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