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Columna
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El otro oro

Manuel Rivas

Una nueva fiebre del oro recorre España. Algo llama la atención al viajero al atravesar urbes o pequeños pueblos. En todas partes, en los paisajes comerciales más o menos declinantes, donde ya abundan las persianas herrumbrosas enmarcando el arte pobre de los grafitis, asaltan de repente la vista los letreros de grandes caracteres refulgentes. Compro Oro, Se Compra Oro, Orocash. Nada de eufemismos: el oro canta sin titubeo su etimología de brillante amanecer. Por un momento, uno se imagina un gran escenario de far-West, donde multitud de negociantes esperan ávidos que los buscadores de fortuna remuevan montañas y criben los fondos de los ríos. O que vuelvan a excavar en los escombros de los lugares mágicos con la ayuda del Ciprianillo, el libro de los tesoros ocultos.

Pero no hay nada de esto. Lo que llega a esas tiendas son los dientes de oro de la crisis. Las alhajas de los ajuares, los melancólicos sellos del tálamo. Cada una de estas joyas contiene una historia. Detrás de cada anillo de boda, hay al menos 20 toneladas de roca triturada, mucha dinamita y algo de ilusión. A veces, se ha injertado en el dedo. Es un oro que forma parte del cuerpo, como los huesos, el pelo y las uñas. Pero hay tenazas para amputar la resistencia. Este oro humano pronto será fundido, perderá su memoria, sin que ya nadie cite a Machado: "Solo el necio confunde el valor con el precio". En un año, la onza de oro ha subido en el mundo más de un 500%.

El viajero termina su ruta en la universidad. Los jóvenes investigadores han sido despedidos y empaquetan otro oro, el de su trabajo durante años. Una de las primeras medidas de este Gobierno ha sido el más brutal recorte, un golpe de muerte a la investigación. Vuelve la fuga de cerebros, la emigración, el autoexilio. En términos científicos, la parada del burro.

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