El seductor de la mirada de acero
Dentro de la especie canina, Borís Yeltsin era ese perro san bernardo que se bebía siempre el propio barrilillo de coñac colgado del cuello y ya llegaba borracho a socorrer al pobre excursionista perdido en la nieve; en cambio, a Vladímir Putin solo le falta tener las orejas cercenadas y lucir un collar de púas para parecer un político rottweiler. Yeltsin era el exponente del lado convulso del alma eslava. Reía y lloraba al mismo tiempo, rezaba y blasfemaba bajo una sola plegaria, y de esta forma, totalmente ebrio, tomó el poder en una plaza de Moscú encaramado en la torreta de un carro de combate al que trepó a duras penas gimoteando porque apenas podía levantar el trasero. A partir de aquel día de agosto de 1991, el hombre nuevo que había augurado el marxismo se convirtió en el matón con chupa de cuero y metralleta en la axila, adscrito a una de las bandas mafiosas que soltaron plomo a discreción por todas las esquinas de la Madre Rusia. Bajo el mandato de Yeltsin, el imperio soviético perdió el orgullo y Occidente perdió el miedo. Durante su desguace en medio del caos, la corrupción y la violencia, comenzaron a expandirse por Europa excomunistas soviéticos multimillonarios y prostitutas rusas, ellos llenando los hoteles de lujo, y ellas, los burdeles.
Este légamo de la descomposición política y social del comunismo dio entrada franca a un ex teniente coronel de la KGB, al espía Putin, que representa el otro lado del alma eslava, la que está poseída por un duro, frío e imperturbable ascetismo despótico. Putin tiene una mirada de acero y al mismo tiempo huidiza, que mira de soslayo a su interlocutor y guarda un silencio enigmático, del que emerge todo su prestigio. No fuma, no bebe, es campeón de yudo, practica la lucha rusa llamada sambo, monta a caballo a pelo con el torso desnudo y, sobre todo, parece haber aprendido la psicología más rudimentaria en los antiguos sótanos del poder. Putin sigue a rajatabla este consejo de Maquiavelo al príncipe: cuando tengas que hacer el daño, procura que sea contundente y rápido para que se olvide pronto; en cambio, trata de realizar el bien de forma que se prolongue en el tiempo con promesas y pequeñas dádivas.
Poco después de aceptar el poder, que le había regalado Yeltsin junto con el maletín nuclear, el rottweiler dio pruebas de cómo se las gastaba. "Perseguiré a los terroristas hasta el retrete", dijo. El 23 de octubre de 2002, un teatro de Moscú lleno de gente fue tomado al asalto por un grupo de patriotas fanáticos que exigía la retirada de las tropas rusas de Chechenia. Putin se limitó por pura fórmula a pedir que salieran brazos en alto sin más, y ante la negativa, el grupo Alfa del Servicio Federal de Seguridad, del que el rottweiler había sido director antes de llegar a la presidencia del Estado, introdujo un gas narcótico por las rejillas del alcantarillado, se estableció a continuación la consiguiente ensalada de tiros y cuando los terroristas quedaron dormidos sobre las butacas, los sicarios del SFS se limitaron a ultimarlos uno a uno con un disparo en la nuca para que se despertaran ya en el otro mundo. Aunque la refriega costó 130 vidas inocentes, Putin patentó esta acción directa como una hazaña, no ajena a su propio destino.
La Rusia actual es la de Putin, perpetuado en el poder, y también la de su amigo el magnate Román Abramóvich, cuya fortuna excede de los 11.000 millones de euros, sacados de la rapiña del petróleo, que le permite comprar el equipo del Chelsea y exhibir con impúdico despilfarro cuatro yates, uno de ellos con varios helipuertos en cubierta, y un Boeing 767 equipado con un sistema antimisiles; la Rusia actual es la de Putin y la de su enemigo Mijaíl Jodorkovski, otro magnate del mismo calibre caído en desgracia que se pudre en prisión. Putin es simplemente un hombre fuerte de la vieja Rusia, un espejo del antiguo despotismo, un tímido dispuesto a todo con tal de recuperar el viejo orgullo de la patria rusa, un seductor que parece tener una clave secreta para liberar la fascinación narcisista que el alma eslava siente por la fuerza.
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