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Columna
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Dinamarca

David Trueba

Celebramos diez años de la implantación del euro. Para conmemorarlo, las televisiones recurren al mismo plano ilustrativo. Resmas de billetes antes de ser guillotinados para su circulación y máquinas expendedoras de monedas que escupen euros como una boca rota escupe dientes. El dinero es adorado, a nada nos sometemos con mayor sumisión. El dinero justifica ya hasta la traición a los valores que construimos laboriosamente durante siglos. El azar ha querido que la presidencia de turno de la UE, en plena labor de salvamento de la moneda común, recaiga en Dinamarca. Precisamente en uno de esos países de la UE que no comparte nuestra moneda y del que se rumorea que pueda acompañar a la Gran Bretaña en su ruptura.

En meses pasados corrió el rumor de que Sarkozy se enfrentó con la presidenta danesa, Helle Thorning-Schmidt, hasta hacerla llorar en una reunión en Bruselas. Suena a leyenda urbana, pero si se inventó fue para dar idea de hasta qué punto el presidente francés ha convertido esta batalla en algo personal. Su pésima relación con Cameron engorda ya las hemerotecas. La presidenta danesa, apodada Gucci-Helle por sus camaradas de partido socialdemócrata, tiene pedigrí conservador aunque está casada con el hijo de Neil Kinnock, líder laborista británico en tiempos de hegemonía de Thatcher. La dama de hierro, o de whisky con hielo según sus biografías, disfruta un rescate edulcorado y puntual, no en vano es la santa patrona de las políticas actuales, reina de la desigualdad social y la laminación de los servicios públicos.

Dinamarca, con su monarquía constitucional, su bilingüismo y hasta directores de cine de moda como Nicolas Winding Refn y su película Drive, no huele tan mal como se dice. Expende receta de país pequeño, con los impuestos más altos de Europa, pero también los sueldos más elevados. ¿Por qué solo imitamos lo primero? Entre los lugares menos corruptos del planeta, es cabeza de lista para Reporteros sin Fronteras en su baremo sobre libertad de expresión y prensa. Presume de servicios sociales, por no hablar de una sólida radio y televisión pública que se costea con un canon por usuario y que, he aquí aún otro detalle incómodo, depende directamente del Ministerio de Cultura.

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