Las monjas enfermeras
En un convento moderno del barrio del Carmen 18 mujeres, cuya orden trabaja desde hace 150 años en Valencia, cuidan enfermos "sin distinciones"
En una plaza del barrio del Carmen, a la misma hora que las hordas hedonistas de la juerga están en su apogeo y salen con ojos enrojecidos de los garitos que echan ya el cierre, las seis de la madrugada más o menos, las 18 monjas del discreto convento de las Siervas de María comienzan a rezar el Laudes. Su liturgia de las horas, su particular carpe diem desde el Medievo de Santa Teresa. Pero las mujeres de este convento incrustado en el viejo barrio no se pasan la vida rezando sino que son activistas sociales; alivio de enfermos, bálsamo para los pobres solitarios. Casi se podría decir que estas mujeres son guerrilleras de Dios. Son monjas pero también enfermeras.
La madrileña María Soledad Torres Acosta (1826-1887) creó a las Siervas de María. Su lema no deja de tener un halo poético: "Caridad exquisita y profunda humildad. Amor a María. Oración continua y confianza en la Divina Providencia".
"No hacemos publicidad, si alguien nos necesita llama a la puerta"
En estos tiempos de crisis y padecimientos a causa del crack capitalista, no deja de tener sentido lo anterior. Esta remota congregación de mujeres religiosas tiene en su haber el haber sobrevivido a revoluciones y saqueos. Nadie las molestó, ni los comités revolucionarios y anticlericales del siglo XIX ni los anarquistas de la Guerra Civil de los años 30. Siguen indemnes, herederas de una tradición que se basa en el mito del "divino enfermo".
Lo primero que llama la atención al visitante de este particular convento ubicado en las cercanías de la plaza de Mosen Sorell es que las monjas no tienen un pelo de mojigatas. Reciben a los periodistas con gran cordialidad y muestran una seguridad en sí mismas dignas de actrices de cine.
Estas mujeres duermen de día y se van a trabajar por la noche porque se dedican a cuidar enfermos. La madre superiora Mari Cruz señala la foto antigua de la madre Soledad. La fundadora de estas siervas llegó a Valencia en 1872, sin conocer a nadie. Los jefes curas le recomedaron que se esfumara pues no estaban los tiempos muy beatos; la eterna revolución laica de los obreros y campesinos esclavizados por el poder feudal de los señoritos suponía una amenaza.
La jefa de la orden Sor Mari Cruz, una amable mujer de mediana edad lo explica con claridad, bajo la mirada de un cuadro antiguo de la Virgen María y su hijo, en la sala de visitas del convento.
"Las primeras que vinieron a Valencia, en el siglo XIX, fueron a ver al arzobispo y este les dijo, "ustedes están alucinadas ¿que no saben que hay una revolución?". A la sazón gobernaba la ciudad una Junta Revolucionaria. Pero la madre Soledad besó el anillo del obispo y le contestó: "No se preocupe, yo me ocuparé de convencer a los cabecillas". Así que se fue a hablar con el jefe de la Junta Revolucionaria para explicarle lo que pretendían. El jefe revolucionario le dijo a la madre Soledad: "si vienen a cuidar enfermos ya pueden irse a trabajar a las barricadas porque allí encontrarán muchos heridos".
Eso, dice la hermana Mari Cruz, fue como un milagro y acaso de ahí venga que el nombre antiguo de la plaza donde su ubica el edificio de ladrillo rojo y escuetas ventanas enrejadas que dan a las calles viciosas del Carmen se llame de La Milagrosa. Ha llovido mucho desde entonces pero ellas siguen aquí, dedicadas a cuidar a los que necesitan cuidados. Compensan las carencias de la administración en este terreno, como tantas veces sucede en este país donde las organizaciones religiosas, como Cáritas, desarrollan una labor social que debería enrojecer de vergüenza a la Consejería de Sanidad y otros poderes civiles.
"Ahora somos menos que entonces, pero seguimos en lo mismo" dice Mari Cruz. Son 18 mujeres con una media de edad de 50 años que trabajan entre los vecinos del barrio y alrededores. "Lo nuestro es un boca a boca. No hacemos publicidad, si alguien nos necesita llama a la puerta. Si hay que ir a un hospital, allí vamos nosotras".
Estas mujeres se dedican a su labor con precisión de soldados. Cuando hablas con ellas sientes una convicción ética y mística inexistente en el exterior. Son como los herederos de los primeros cristianos comunistas que reventaron el Imperio Romano, luchando contra el esclavismo.
Cuando se les pregunta si tuvieron problemas en la Guerra Civil, la hermana María Jesús, una simpática mujer de mediana edad, cuenta que se dispersaron "para evitar problemas, cada una se fue por su lado". Se muestran ufanas cuando relatan que jamás tuvieron problemas con los revolucionarios. "Porque lo nuestro son los pobres y desvalidos, aunque no crea, tenemos a cuatro mártires de la guerra", puntualiza la hermana María Jesús.
Ante le pregunta de si no considera un poco desfasado el convento, la madre superiora es contundente: "Esto es una vocación. La misión de Cristo fue evangelizar y nosotras damos testimonio de ello. Lo nuestro no se puede terminar. Nos necesita la sociedad moderna".
"Aquí no se obliga a nadie a hacer lo que no quiere. Después del noviciado de seis años en que renovamos los votos, si una no está contenta, se va y santas pascuas".
La monja Maria Jesús, que usa unas gafas a lo Lennon, cuenta que lo suyo empezó a los 16 años. "En el colegio apostólico sentí una llamada. A mi familia no le hizo gracia pero yo seguí". La madre superiora dice que la llamada empezó leyendo escritos de la madre Soledad, la fundadora. "Al principio pensé que no pero luego supe que Dios me llamaba y aquí estoy".
Estas Siervas de Marí se pasean continuamente por la ciudad en su labor de enfermeras. Cuidan niños que han sido operados y sus padres están trabajando, "sin distinción de clases". Atienden a los madres de familia inmigrantes, latinoamericanas sobre todo, a buscar faenas. Están preñadas de buena voluntad.
Este convento no tiene aspecto de lugar religioso, más bien semeja una empresa con sus distintas secciones de producción. Es de día, por lo que la mayoría de las monjas enfermeras duermen, ya que su labor. Al caer el día se dispersan por hospitales y domicilios privados para ocuparse de gente solitaria y enferma, sin recursos afectivos.
Las enamoradas de Dios
"Estamos enamoradas de Dios", dicen. Las 18 mujeres de este convento en el corazón del barrio del Carmen no son las únicas de la orden. Tienen doce casas y en conjunto son unas 1.400 monjas que trabajan desde Filipinas a Bolivia.
De pronto, suena una campanilla en las frescas estancias de este insólito convento sin claustros medievales. Es una señal de rezo. "Somos versátiles, no se crea usted; una de nosotras, Sor Elvira, toca el piano y canta". Entonces muestran al visitante su reliquia privada: La tibia de la madre fundadora; uno de esos iconos macabros que tan del gusto son de la cultura católica. La fundadora de la orden, dueña de la tibia centenaria, está esperando su beatificación.
Estas monjas responden con franqueza cuando se les pregunta por sus ideas sobre la autoridad del papa que condena el aborto. Aquí no hay tiempo para espíritu crítico ni teología de la liberación. Se muestran sumisas ante el inveterado machismo del Vaticano: "El Papa está trabajando intensamente. Piense usted que con el aborto las madres se quedan fatal. Pero en las cosas de la Iglesia no nos debemos meter".
Esta orden hizo un trabajo tremendo cuando la terrible epidemia de cólera de Valencia de 1885, que se llevó por delante, entre muchos otros, a los padres del pintor Sorolla, que vivían en la calle de las Mantas, a cuatro pasos del convento.
¿Y cómo responden los enfermos a su labor? "Lo principal es el testimonio. Si nos ven contentas, los enfermos mejoran".
Se acerca el mediodía y las monjas van a comer. "Dormimos por la tarde para poder trabajar de noche. Ya le digo, esto no acabará nunca. Siempre estaremos aquí. Esto es una vocación. Y además viene a nosotros una juventud sana. Tenemos muchas aspirantes jóvenes".
Las seguidoras de Santa María Soledad, que llegara a Valencia a mitad del siglo XIX y tuvo el coraje de entrevistarse ante el comecuras jefe de la Junta Revolucionaria valenciana de la época, siguen activas al inicio del laico siglo XXI.
Ese es su triunfo, perdurar. Son monjas que llevan su ancestral hábito bicolor, blanco y negro, pero sobre todo son mujeres solidarias en tiempos de desolación.
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