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Columna
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Ferrocarril oeste

A los gallegos que volvemos en tren nos da tiempo a acabar 'Guerra y Paz' sin llegar a A Gudiña

El próximo domingo, día de Navidad, tomaré un tren nocturno en Chamartín y al día siguiente es de suponer que me despertaré con mi familia en Santiago de Compostela. Volver en navidades y en tren es un sentimiento tan bíblico como un pesebre pero si se tienen en cuenta las nueve horas y pico del trayecto no lo es tanto. Casi la misma distancia con Barcelona se salva en cuatro horas y Valencia y Sevilla están a tiro de piedra desde Madrid. Es decir, que entre el café y una de esas películas para todos los públicos con ardillas o pitufos uno ha llegado a destino sin cruzar palabra con el acompañante de asiento, lo que a veces, solo a veces, se agradece.

A los gallegos sin embargo no se nos concede esa gracia de los tiempos modernos y ultraligeros, a los gallegos que volvemos nos da tiempo a acabar Guerra y Paz y todavía no hemos alcanzado A Gudiña. Y cuando uno divisa los arrabales de Ourense, pongo por caso, da la sensación de que conocemos de toda la vida a los miembros del vagón, que el revisor nos recuerda al maestro de escuela, que las maletas transparentan sus contenidos y que el niño ha crecido en el trayecto.

Tiempo, demasiado tiempo aguantando las inclemencias del teléfono móvil (hay gente cuyos politonos son una ofensa a la salud pública), la precariedad de los baños (siempre hay personas con desarreglos intestinales), la inestimable compañía de los durmientes (los ronquidos son una plaga) o la condescendencia de los camareros a los que hace tiempo se les han acabado los frutos secos, otra vez se fue el manisero, y solo les quedan galletas saladas, las dichosas galletas saladas.

Por todo lo dicho, soy habitual de Lavacolla como tantos otros paisanos que viven en la capital o los muchos peregrinos y pasajeros de ultramar que se embarcan en el esplendor tecnológico de la Terminal 4 y llegan en una horita justo a tiempo de admirar el erotismo del queso tetilla y ese aire a lluvia y eucaliptos, humo y noche cerrada que te invade nada más poner pie en tierra.

Siempre pienso, después de tanta experiencia en la materia, que el tren sería el medio ideal para leer una novelita mientras meditamos sobre el páramo castellano o tratamos de solucionar en un par de horas un contencioso familiar que tiene acaso que ver con nuestro pasado, porque el tren siempre alude al pasado, a la mercancía de carga que es nuestra memoria, a la vía muerta de los que ya no están, a aquellas conversaciones que hoy adoptan la faz de los monólogos. El tren es un cuello de celuloide y memoria.

Otras ventajas de viajar en tren: los paseos entre vagones aconsejan estirar las piernas y la concurrencia invita a pensar en la boda de la Duquesa de Alba mientras divisas en lontananza un rebaño de ovejas churras. ¿Costumbrismo? Es cierto que el tren es costumbrismo y los caminos de hierro poesía de forajidos y colonos, de huérfanos y familias numerosas. Es cierto que con el tren corre otro tiempo por las venas y las neuronas del viajero. Pero no es menos cierto, sea dicho a favor de la empresa de los trenes, que la pesadilla se ha acortado. Cuando es mis años de estudiante, allá en los primeros ochenta del siglo pasado, volvía en tren a Galicia desde Madrid en aquel acorazado Rias Altas parecía que los soldados y las monjas y las nevadas se habían puesto de acuerdo para que al llegar a Zamora pensáramos en el sentido de la existencia, en una especie en éxodo.

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El viaje era por entonces una novela rusa y el tiempo en aquellos vagones incómodos en los que se podía fumar de todo se volvía una cámara lenta. Algunos viajeros llegaban al final de trayecto con diez horas de retraso sobre el horario previsto y los que esperaban solían tener pocas noticias de su paradero -no había teléfonos móviles- tanto es así que eran recibidos en el andén como tras una suerte de naufragio.

Las comunicaciones con Galicia siguen unidas a una liturgia en la que la alta velocidad no forma parte de la ecuación. Si hace años el Padornelo y la Canda eran una admonición para todo aquel que emprendiera el camino por carretera, la llegada del AVE desde Madrid es la leyenda de la Huida a Egipto. Y ya que no hemos llegado a tiempo para adorar al recién nacido, por lo menos pidamos que sea en vida de la vieja mula.

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