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Columna
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Lotería

Ocurrió la semana pasada a la puerta de un colegio, hora de salida. Ya se imaginan el griterío. Los de preescolar con sus babis de cuadritos por debajo del anorak y sus coronas de cartulina, corriendo a abrazarse a las faldas de su madre, los mayores dándole patadas a un balón en la plaza. Otros volviendo a casa con la mochila al hombro, solos o en grupos de chicos y chicas, muy autónomos ellos, con ese aire preadolescente de querer hacerse notar, pisando fuerte, metiéndose unos con otros, forjando sin saberlo las amistades y los enemigos irremplazables del futuro, como hemos hecho todos. Una tarde luminosa, como les digo, de esas que confirman o salvan un día. Los escaparates adornados con nieve de Navidad, gente sonriente que se mueve por la calle como si la prima de riesgo fuera una cosa lejana que solo existe en los periódicos, música de villancicos, todo un poco cierto y un poco falso como en los anuncios de lotería. Y fue entonces cuando la vi.

Tendría siete u ocho años. Rubia, flacucha. Con flequillo y pelo corto. Estaba sentada en un banco de la plaza con un libro abierto sobre la falda. Leía ajena al griterío, con una concentración extraordinaria, la cabeza inclinada, siguiendo la lectura con el dedo índice, para no saltarse de renglón, pasando las páginas como si en ello le fuera la vida. Daba la impresión de que aquel territorio lo había conquistando ella sola palmo a palmo, sin ayuda de nadie. Enternecedoramente pequeña y obstinada con su anorak azul marino y la merienda intacta en el envoltorio de papel albal. A salvo en su trinchera como un soldado rebelde que no está dispuesto a rendirse.

Observándola casi pude sentir el olor de las páginas impresas, la tinta fresca, la limpieza de las ilustraciones. Todo regresó a mi memoria de golpe, una puerta abierta al patio de atrás de otro colegio, y yo misma otra vez allí de uniforme, sentada en un peldaño de las escaleras, deslizándome a lo Jim Hawkins por el cabo que llevaba desde la verja de hierro de la entrada hasta el territorio libre de las islas perdidas para convertirme en todos los personajes de los libros que leía: Josephine March en Mujercitas, Mowgly, la hermana mayor de los Hollyster, una princesa cheyenne, Alicia en el país de las Maravillas... y fue por ese camino como una tarde de temporal acabé encontrándome, cara a cara, con el marinero de mi primera novela, Querido Corto Maltés.

Todo eso pensaba mientras miraba a la cría, cuando de pronto ella levantó la cabeza y me vio. No debió hacerle gracia sentirse observada, así que bajó de nuevo la vista, ignorándome como a una intrusa. Aquella apache bajita con cara de pocos amigos sabía mantener a raya al enemigo. Una niña con suerte, pensé. Ojalá ese libro un día la salve de las hostilidades del mundo, como me salvó a mí, y en las horas bajas le caliente el corazón. De cosas tan simples depende, al fin y al cabo, la suerte. La mejor lotería.

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