Desmiento los rumores
Nada más eficaz para inventarse una noticia que negarla con rotundidad. Recuerdo que, "en aquel tiempo", disfrutaba desmintiendo en el círculo de mis amigos de distancia media el (imaginario) rumor que me atribuía una relación sentimental con alguna bella de la época: "Nada que comentar sobre Aitana Sánchez Gijón", decía yo, insinuante; "al día de hoy, Judith Mascó y yo no mantenemos contacto"; o a veces, con más atrevimiento: "Por favor, no me preguntéis más sobre mi amistad con Brooke Shields". Revistiéndome de dignidad y de discreción daba a entender que un sentido quizá anticuado de la caballerosidad me retraía de hablar de estas cuestiones privadas. Seductor y caballero a un tiempo gracias a un sobrio desmentido.
Ahora considero mi deber salir al paso del insistente rumor que me hace miembro del nuevo Gobierno. Aunque me llamen loco, no aceptaré ser ministro. Y os diré la razón: estoy escribiendo un libro.
Imagino la expresión de extrañeza dibujada en el rostro del lector. "¿A quién le importa tu libro?", se preguntará estupefacto. En comparación con el poder, la notoriedad, la influencia, las ventajas tangibles e intangibles y, si tiene uno ese capricho, la capacidad de servicio público que van aparejados al cargo de ministro del reino de España, la publicación de un libro más en la ya inflacionaria producción editorial de este país parece una tontada. Como alguien afirmó, en España la gente no tiene tiempo para leer libros porque cada uno está demasiado ocupado escribiendo el suyo. Miles de volúmenes dormitando en los anaqueles de las librerías esperan ser comprados por algún lector ocioso y, en contraste, nada hay más codiciado en el mundo que un asiento en el Consejo de Ministros, por el que rivalizan a cuchillo legiones de candidatos. ¿Y tú, infeliz, piensas en añadir otro título más al ISBN?
La literatura es importante porque expresa valores de más altura, como la belleza, el sentimiento o la comprensión del mundo. Pero los valores de altura deben subordinarse, nos dicen, a los de más peso, como los administrados por la economía o la política. La altura ha de ceder ante el peso. La política -que, en su más noble versión, se aplica a satisfacer necesidades sociales- es, en la opinión de muchos, una ocupación grave de personas serias y la literatura un lujo que adorna nuestras vidas. Y esta percepción la confirman muchos hombres de letras. Hay ejemplos recientes de excelentes escritores que durante un tiempo asumen responsabilidades políticas; pero hay otros que, aunque escriben y publican, lo único que en realidad anhelan es un cargo y se comportan con respecto a su carrera literaria como esos actores que, por razones alimenticias, trabajan de camarero en un restaurante de Los Ángeles a la espera de su primer papel en una producción de Hollywood: a una llamada, ese literato deja la pluma tan rápido como el camarero abandona su bayeta y todo el mundo los comprende y aplaude.
Hay otra manera de contemplar las cosas. La política, sí, se orienta a satisfacer los deseos humanos, pero es la literatura la que conforma y moldea esos deseos. Todos los hombres, incluso los más rústicos, tienen una interpretación del mundo a partir de la cual comprenden y sienten la realidad. Más aún, la psicología nos ha enseñado que los hombres ni siquiera podemos percibir los objetos por los sentidos sin previamente interpretarlos: vemos, tocamos, oímos y olemos esos objetos a través del tamiz de una cultura que presta inevitablemente a los actos perceptivos un sentido de carácter simbólico. Por eso, al mirar hacia la Vía Láctea, el griego cree ver gotas de leche derramada del seno de la diosa Hera succionado por Hércules, mientras que nosotros, que hemos sustituido la cosmovisión mítica por otra científica, ya sólo observamos en esa galaxia un conglomerado planetesimal de hidrógeno y helio. Libertad, igualdad, dignidad, democracia, derechos, paz, emancipación, autonomía moral, individuo: estos conceptos, que, entre otros, estructuran los deseos de nuestra identidad moderna, tienen autoría, no han llovido del cielo. Los forjaron literatos de los últimos siglos cuyas ideas, recibidas primero en la pequeña comunidad de lectores de sus libros, fueron después divulgadas y masificadas, y acabaron cristalizando en la actual imagen del mundo, la que todos compartimos por el hecho de ser hijos de la misma cultura.
Y si los literatos del pasado son los creadores de los deseos de los hombres del presente, se sigue de ello que los literatos del presente han de asumir la tarea de configurar los deseos de las generaciones venideras. ¿Quién lo hará si no, dada la especialización profesional de las sociedades contemporáneas? La responsabilidad del intelectual de hoy es alimentar la conciencia del hombre de mañana a fin de que sienta una predisposición natural a la convivencia: su altísimo ministerio consiste en la educación sentimental del futuro. Desde esta perspectiva, el ministerio político cede su prioridad al ministerio cultural. Permítaseme por un momento una inversión de todos los valores vigentes: ¿para qué hay ingenieros? Para que los literatos podamos cruzar los puentes sin perder nuestro precioso tiempo. ¿Los científicos? Para que cuiden de nuestra salud y prolonguen los años de nuestra inestimable existencia sobre la tierra. ¿Los arquitectos? Para que nos construyan casas confortables en las que escribir nuestros importantes libros. ¿Los políticos? Para que, ocupándose de sus tareas menores, nos permitan cultivar en nuestros textos aquellos valores que, por tener más altura, acaban teniendo también más peso.
Los políticos son los actores secundarios en un gran teatro protagonizado por los hombres de letras, configuradores de la conciencia venidera. Estoy escribiendo un libro y el universo entero está en vilo y pendiente del resultado. ¿Y tú quieres que cambie mi papel protagonista por uno de reparto? Estás loco. Una vez más, desmiento rotundamente los rumores.
Posdata. Si me llamaran para servir a mi país, podría terminar mi libro en un par de semanas como máximo.
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