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Columna
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Todo el poder, toda la soledad

No se puede respirar, todo está lleno de victoria. Esa era la queda de Elías Canetti y ese parece ser del desbordamiento de un Mariano Rajoy inundado por el azul de la mayoría parlamentaria, de las comunidades autónomas y de los Ayuntamientos. Y ahora, ¿cómo se darán las quejas y se plantearán las reclamaciones?, ¿qué le dirán los presidentes autonómicos del Partido Popular al ministro de Economía y Hacienda de Mariano Rajoy y los alcaldes del PP al Gobierno popular de su autonomía respectiva y así sucesivamente? Los victoriosos del 20 de noviembre habían sido advertidos con mucha antelación de que "todo lo que ayuda para ganar votos, al día siguiente de la victoria se convierte en un lastre, a veces incurable". Así sucedió en 1982 con aquel lema "OTAN, de entrada, no", tan conquistador y efectista entre los jóvenes y la progresía predispuesta, que pasó a ser inmediatamente después la piedra de toque de la sinceridad socialista, mientras que para los internacionales solo la permanencia en la Alianza hacía fiable a González.

Así es ahora mismo. Porque el PP ha vivido dos años instalado en la celebración incontenible del incremento del paro. El crecimiento de esa cifra que iba sumando millones era visto como la prueba del nueve, como el acortamiento inexorable de la distancia y del tiempo pendiente que separaba a Mariano de La Moncloa. Sabemos que los mensajes de la campaña tienen que impactar, que para ser eficaces deben obedecer a una técnica impresionista, de eslóganes contundentes, trazos a base de chafarrinones y recurrir a colores vivos. Miniaturistas, abstenerse. En ese esquema maniqueo, todo estaba claro. El paro era la consecuencia de Zapatero. Sin él volveríamos a la senda del empleo como Dios manda, sin más que aplicar el sentido común. Tenemos ya a ZP en vísperas de su eclipse total y las cifras de paro siguen empecinadas en aumentar. Está llegando Rajoy y se comprueba, conforme señala el aforismo de Rafael Ferlosio, que mientras los dioses no cambien, nada ha cambiado. Ni siquiera los vaticinios de la OCDE o del FMI, que creíamos tan cercanos al marianismo y propensos a engrandecerle.

Aquella noche de las urnas propicias, nada más retirarse del balcón de los saludos y las ofrendas -confeccionado con mecanotubo y encastrado en el chaflán de Génova con Zurbano-, frente al que rugían los entusiastas, Rajoy empezó a pensar que las simplificaciones de partida iban a ser inservibles. La victoria había sido tan arrasadora que podía dejarle solo. Podía acumular todo el poder y toda la soledad. Carecer de necesidades, dada la holgura de su mayoría parlamentaria, y encontrarse desambientado en el hemiciclo. Sin suscitar más aplausos que los de la propia bancada, propensa al maximalismo y siempre en solicitud de mayor recompensa. Para empezar, Mariano ha descubierto que el abandono de la presidencia por Zapatero no es condición suficiente para detener el crecimiento del desempleo y también que esa tarea sobrepasa a las capacidades del Gobierno que va a formar. O sea, que nos necesita a todos, igual que antes.

De manera que ni entonces la culpa del paro creciente podía residenciarse en exclusiva en ZP, pese a la tamborrada incesante que nos estaban dando Mariano y sus adláteres; ni ahora se considera en poder de la solución, tras confesarse carente de varita mágica, de polvos de la madre Celestina y de bálsamos de Fierabrás. De momento, parece agarrado a la barandilla de las instrucciones europeas, que incluyen control del déficit, reforma laboral, reforma financiera y devaluación competitiva de los salarios, con la ilusión de ser de los primeros de la clase. Pero, si disminuir el déficit requiere recortes en la inversión y en el empleo público, el resultado inmediato será el de sumar nuevos contingentes a las listas del paro. Porque apostar por la creación de empleo facilitando el despido es, como lo de aumentar la recaudación fiscal disminuyendo impuestos, pintar como querer. Que se abarate y facilite el despido acarreará más parados si continua debilitándose la demanda. Solo su reanimación o la de las exportaciones produciría nuevos contratos.

Mientras, asistimos al traspaso de poderes, dirigido por Soraya Sáenz de Santamaría, vicepresidenta in pectore, y Ramón Jáuregui, ministro en funciones de la Presidencia. Una operación bajo el lema del suburbano: "Antes de entrar, dejen salir". Hay expectación por los resultados, después de observar cómo Monti se ha abstenido de culpar a Berlusconi de los desastres italianos. Aquí se diría que estamos entre el plácido Apocalipsis y el nihilismo terapéutico de los que habla Sandra Santana en El laberinto de la palabra. Veremos.

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