Después de la caída
A principios de 2008 un conocido periodista preguntó a José Luis Rodríguez Zapatero por el balance de su implicación en el tema del Estatuto de Cataluña: ¿no habría sido una frivolidad formular por anticipado aquella promesa de que "apoyaré el Estatuto que venga de Cataluña"? Sin negar que hubiese pronunciado dicha frase, el presidente dio al responder tres interpretaciones sucesivas de su pasada posición. Una, habría dicho "que apoyaría que el Parlamento de Cataluña hiciera un nuevo Estatuto". Otra, "lo que yo apoyaba es que el Estatuto se reformara". Y por fin, su declaración había sido: "Apoyaré lo que se pueda apoyar y no apoyaré lo que no se pueda apoyar". Lo opuesto, en este último caso del apoyo terminante efectivamente pronunciado. Con cierta irritación, ZP añadió: he explicado esto mismo "doscientas treinta y seis veces".
Un congreso continuista sería la consagración de la impotencia del PSOE
Al margen de lo que la declaración tiene de ejercicio de marear la perdiz, convirtiendo una proposición inequívoca en una tautología, el episodio refleja muy bien un rasgo definitorio del estilo de gobierno de Zapatero: el rechazo visceral de toda responsabilidad en los errores cometidos por la adopción irreflexiva de decisiones importantes, luego sostenidas contra viento y marea. Recordemos el "crisis, ¿qué crisis?". Volver sobre ello a estas alturas puede parecer inútil, cuando Zapatero no va a gobernar. El problema concierne ahora a su partido, que tras las dos derrotas electorales se encuentra abocado a una refundación. Solo que para abordarla una primera exigencia consiste en tomar conciencia de que lo ocurrido no es solo efecto de la crisis mundial. La ruptura con la pauta de enmascaramiento impuesta por Zapatero resulta imprescindible.
En la campaña electoral, el candidato Rubalcaba creyó necesario mantener la guardia alta, sin concesiones a la autocrítica. Pero si el PSOE aspira a evitar la larga travesía augurada por Rajoy, tendrá que poner en claro ante la opinión pública cuáles han sido sus responsabilidades, desde la línea general de la política económica a auténticos disparates como no tomar nota de la irracionalidad del boom del ladrillo, los 400 euros, asistir a la proliferación insensata de aeropuertos o no prever que en el AVE a Cuenca los trenes irían vacíos. El PP tuvo también responsabilidades, y hora es que se conozcan (desde el palacio de la cultura en Santiago, made in Fraga, al despilfarro del Ayuntamiento de Madrid por el sueño olímpico), pero a fin de cuentas quien dirigía el país era el PSOE. Es este partido quien tiene paradójicamente que luchar contra el olvido, si aspira a recuperar la confianza de cara al futuro.
Sobre la base de que la refundación solo puede venir de un congreso, el principal obstáculo puede ser esa renuencia a asumir el pasado, en la línea del citado juego de palabras sobre el Estatut de ZP. A ello se une la práctica desaparición de usos democráticos en la vida del partido. A la hora de tomar decisiones, el PSOE proclamó siempre su superioridad sobre un PS francés con diversas corrientes enfrentadas. Solo que tampoco fue bueno, según pudo verse en estos últimos tres años, que entre los socialistas la expresión pública respondiera siempre al argumentario monolítico impuesto desde La Moncloa. Recuerdo hasta qué punto era penoso en 2008 encontrarse en debates con economistas del PSOE, sin duda conscientes de la realidad, pero obligados por su militancia a evitar las palabras "crisis" o "recesión" y repetir eufemismos falaces, del tipo "desaceleración". La presión del PP fue la eterna coartada para evitar la vida política interna, que en estos momentos resulta imprescindible restaurar, si se quiere que el partido recupere la vinculación con la sociedad española. Un congreso continuista, manipulado desde arriba por el actual grupo dirigente, del cual aún Zapatero no ha desaparecido, sería la consagración de la impotencia, a no ser que todo se juegue a esperar el fracaso del Gobierno Rajoy.
A pesar de la entidad de la crisis, que temporalmente nos obliga a renunciar a nuestra soberanía económica, resulta preciso que el PSOE intente relanzar un proyecto reformador, algo bien diferente de una sucesión de propuestas populistas, como las que han salpicado la campaña electoral. No basta con grandes palabras que apenas transforman la realidad: el impuesto sobre el patrimonio debió asociarse a medidas que de verdad impusieran la carga fiscal sobre las grandes fortunas. Era tan inútil en estos tiempos pedir moratorias a Europa, como soñar con el retorno a políticas fundadas sobre el incremento del déficit público. Pero el equilibrio presupuestario no impide proponer una política de equidad que acabe con las bolsas de corrupción y con los privilegios del gran capital, por vía de exención o de evasión fiscal, compensando los sacrificios que a corto plazo sea necesario realizar. De ahí que el planteamiento de un proceso de reforma de la estructura financiera de la UE parezca tan imprescindible como la reflexión sobre el reajuste del Estado de las autonomías, al cual la política oportunista de Zapatero sobre Cataluña (Estatut) y Euskadi (marginación del PSE, desastre vía TC en las legalizaciones), por no hablar del descontrol financiero, ha proporcionado tal vez un golpe de muerte. Hay que cambiar.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
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