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Columna
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La magia

Los niños, los salvajes y las personas con cierta propensión al sentimiento místico creen en la magia. Vale decir, en esa clase de poderes sobrenaturales que detentan ciertos individuos y que les permiten operar sobre la realidad a su antojo, enmendar lo que está mal, torcer lo que no les gusta y corregir el cuadro general de las cosas con la pincelada oportuna. Es estupendo ser mago: no hay catarro, rueda pinchada, caída libre desde un octavo piso que se te resista cuando posees la capacidad de invertir los efectos y las causas. De chico, yo quería estudiar para mago. Es más: no entendía por qué no había más gente que abrazara la misma profesión, con las ventajas que daban con el título; en mi fuero interno pensaba que probablemente los exámenes eran muy difíciles, como los de notario, y que eso espantaba a los aspirantes.

Ah, el mago. Con el tiempo uno comprende que no tiene por qué llevar capirote ni estrellas de papel de plata cosidas sobre la túnica. Le basta con sus propias palabras para suplir el atuendo: que se lo digan a Juan Tamariz. Le basta con prometer: que se lo digan a Mariano Rajoy. Rajoy no revela cómo funcionan sus trucos, sólo promete: el mago no puede permitir que el conocimiento oculto, con sus valiosísimas recetas, sus grimorios, pociones y signos, caiga en manos del adocenado vulgo. Lo malo es cuando la magia se descubre inútil. Cuando después de los pases y del emplasto la cabra enferma no se cura, cuando los problemas no se quitan del paso a pesar de que se lo ordenen imperiosamente, con fórmulas al revés, y cosas de esas.

Aquí en Sevilla también había un mago, Juan Ignacio Zoido. Prometió muchas maravillas, y el programa de su espectáculo deslumbró a niños y adultos por igual. Pero luego resultó que la magia era más bien de andar por casa. Algunas de las dificultades del antiguo Consistorio no sólo no han sido resueltas, sino que andan peor: sin que sirvan de nada los abracadabras.

El otro sábado andaba yo por la Plaza Nueva en dirección a la Feria del Libro Antiguo y me crucé con una manifestación. Nada nuevo, ya se sabe: la acera de enfrente del Ayuntamiento debería contar con una infraestructura propia (vallas, gradas, un estrado, un altoparlante) para cobijar todas las protestas que diariamente se celebran allí. La que yo me encontré venía de lejos: unos vecinos reclamaban que la Administración municipal les devolviera el dinero invertido en unos presuntos aparcamientos públicos que tendrían que haber sido construidos un lustro atrás. A ver: el anterior alcalde decidió solventar la cuestión del tráfico de esta bendita ciudad bloqueando el acceso al centro histórico y edificando aparcamientos en ciertos puntos estratégicos; los aparcamientos podrían ser alquilados a varios años vista por los residentes de la zona previo pago de una suma que se emplearía en su construcción; excavadoras y licitadores fueron y vinieron, por no hablar de prospecciones arqueológicas y esas cosas del subsuelo; el dinero de estas buenas gentes se esfumó; Zoido prometió magia y les aseguró, ni corto ni perezoso, que o hacía los aparcamientos o les devolvía hasta el último euro. Y allí estaban aquellas personas, el sábado, recordando al respetable que de momento nada de nada. Por un altavoz, el cortejo emitía una grabación en que se oía a Zoido garantizar "sobre su cadáver" que el asunto no iba a pasar de aquel punto y que enseguida se le pondría arreglo. Sirva este botón de muestra: el alcalde iba a tomar el cargo por asalto y a aplicar sus poderes de otro mundo para solucionar todas las plagas que afligen a los seres humanos. Pero, ay, ahí siguen: no hay aparcamientos, el centro ha vuelto a ser abierto al tráfico y las calles de la ciudad continúan pareciéndose a esa casa proverbial de mujeres de mal vivir. Veremos qué pasa con Rajoy: igual también le tenemos que mandar a repetir curso con Harry Potter.

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